Compartir la fe con tu pareja es de esas cosas importantes en la vida. De ésas que uno no valora cuando tiene la suerte de poder disfrutar, pero que no deja de añorar cuando le faltan. A mí me gustan las pelis de beso final. Aunque sean del todo previsibles, aunque sepa lo que va a suceder en el último minuto, no puedo evitar emocionarme con el desenlace, soltar un ay y dejar escapar una lagrimilla. A mi marido y a mis hijos les hace gracia. A mí estas historias me relajan y me dejan buen cuerpo. Tras el The end, salto del sillón con energías renovadas. Es lo que tiene el amor, que te carga las pilas.
Hace meses que no me doy el gusto de pegarme a la pantalla, un sábado por la tarde. No importa. Llevo días emocionándome sola por las esquinas cuando pienso en el requiebro que ha dado una historia de amor real, con protagonistas de carne y hueso. Dice mi amiga que las cifras que acompañan la relación con su marido van en sentido inverso a las que caracterizan el noviazgo del resto de compañeros del curso de preparación al matrimonio. Me explico: ellos llevan diez años casados, doce conviviendo, y hace catorce años que se conocen. Tienen dos hijos maravillosos y, justo cuando se cumple una década de su boda civil, van a casarse por la Iglesia. Como ella misma dice, «tenía esa espinita clavada». Pero lo mejor es que su marido no lo hace sólo por complacerla, que estaría genial, sino porque ha vivido un proceso de acercamiento a la Iglesia y a la figura de Jesús, que le ha llevado a tomar esta decisión.
En medio de la que está cayendo, cuando mi amiga me lo contaba, no me lo podía creer. Pero ¿cómo es posible? ¿Qué ha sucedido? Pues nada extraordinario, o sí. Marta no ha dejado nunca de ir a Misa con sus hijos los domingos, ni de tener un momento de oración con ellos por las noches, ni de bendecir la mesa. Ha sabido no alejarse ni de sus creencias, ni de sus raíces.
Desconozco los detalles y la letra pequeña de esta historia (aunque me encantaría, para llorar a gusto), pero supongo que con mucha seguridad, pero también con delicadeza, Marta ha ido mostrándole a su marido, cada día, todo el bien que hace la fe, y ha llegado un momento en el que también él ha querido probar. En unos días se confirmará, para poder celebrar el sacramento del Matrimonio con Marta el próximo mes de junio, la fiesta de Pentecostés. No podría haber mejor fecha para ellos.
Esta historia no podía ser más cuaresmal. Porque la conversión es siempre una puerta abierta, un camino que todos podemos (y debemos) recorrer; una aventura inesperada que, en efecto, concluye con un gran beso final.