En una suerte de estadística macabra cocinada a fuego lento, las cifras de inmigrantes y refugiados que han quedado en las cunetas de Europa a lo largo de las últimas semanas aumentan sin descanso. En lo que llevamos de 2015, cerca de 325.000 personas han conseguido llegar a Europa tras cruzar el Mediterráneo por diferentes rutas, dejando atrás a más de 2.500 compañeros amontonados en el fondo del mar, víctimas de temporales sin piedad y mafias sin escrúpulos. Quedan en la retina cientos de imágenes que rugen contra una Europa ciega y mísera que avergüenza. Solo hace falta sostener unos instantes su mirada para sentir una certeza de libertad que nos asusta. Antes de que se metieran en aquellas barcazas llenas de herrumbre y de miseria, soñaban con una Europa que olía a trabajo. Antes de intentar subirse a trenes hacinados, con bebés sostenidos en vilo para poder respirar, vivían una vida como la nuestra, truncada por las guerras y el extremismo del Estado Islámico. Antes de jugarse la vida atravesando alambradas, con lo imprescindible a cuestas, llevaban meses caminando en busca de unas fronteras que ahora se tapan los ojos. Mejor evitar imágenes que molestan. En uno de sus mensajes de este verano, el Papa Francisco ha pedido responder con misericordia a la inmigración. Es fácil si te fijas en esos cuerpos malnutridos, ateridos de frío y quemados por el sol, o en esas madres abrazadas a sus hijos, aferradas también a los ancianos que no han querido abandonar. Ellos son los que han venido a poner lañas a una sociedad amputada, que no puede ni debe acostumbrarse a las estadísticas. Nos enfrentamos a la peor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial. Cerrar ojos y fronteras acabará pasando factura.