Todo el mundo tiene planes para el verano. Playas, montaña, bodas de varios días, viajes al extranjero, retiros tántricos, visitas a lugares santos y mares con tiburones. Hacer planes es imprescindible para sobrevivir en la sociedad del entretenimiento. Los planes valen dinero, la mayoría. Y por eso conviene que todo el mundo los tenga, aunque sea con un préstamo del banco. Y también porque quizá estamos más solos que nunca y somos más hedonistas. Pero quedarse de brazos cruzados no, por Dios. Eso es de aburridísimos. Una agenda sin fluorescentes nunca.
Que alguien no tenga planes para el verano causa desconcierto. Se le mira como a un bobo o a un extraterrestre. «¿No tienes nada planeado?», me preguntan. «Nada, respondo». O no tan interesante como para contarlo. Mi verano es largo, al ser profesor. Demasiado largo. De modo que he sentido esa punzante angustia de verme enfrentado a un tiempo sin planes mientras escucho los planes de todo el mundo. Entre mis objetivos, por llamarlo de algún modo, solo está acabar la novela que tengo entre manos, me da lo mismo dónde. También escuchar la música de Anni B Sweet delante de las olas los días sueltos en los que coja el coche para acercarme a la playa (en Granada tenemos esa ventaja: una hora de carretera desde la nieve hasta los peces). También leer al menos cinco buenos libros o releer alguno que me gustó. Quizá, con suerte, una amistad me permita estar unos días en Galicia a finales de agosto. Pero, sobre todo, mi plan este verano es no planear nada. Esta vez no voy a escaparme de mis heridas haciendo planes, sino que voy a convivir conmigo. Por una vez en mi vida voy a sentarme con mi dolor.
Porque además este verano lo empiezo con un invierno dentro. O con varios consecutivos. Tengo una DANA alojada en las entrañas. A medida que cumples años no siempre ganas sabiduría. También uno corre el peligro del cinismo. De que las heridas se pudran y te vuelvan alguien más desanimado. Me han pasado muchas cosas en la última década y quizá empiezo a notar las consecuencias, el coste afectivo. Voy a quererme mucho: este es mi plan. Sacarle brillo a mi interior, que anda un poco sucio y ha cogido polvo. Voy a perdonar y, lo que es más importante, voy ser amable conmigo, mucho más costoso que repartir perdones.
Ayer leía este poema de Derek Walcott, con el deseo de que se cumpla en mí. Amor después del amor, se titula: «Llegará el tiempo / en que, con alegría, / te vas a saludar a ti mismo al llegar / a tu propia puerta, en tu propio espejo, / y cada uno sonreirá dando la bienvenida al otro, y dirá: Siéntate aquí. Come. / Y amarás al extraño que fuiste para ti. / Dale vino. Dale pan. Devuélvele el corazón / a tu corazón. A ese extraño que te ha amado / toda tu vida, a quien ignoraste / por otro, y que te conoce de memoria. / Baja las cartas de amor de los estantes, las fotos, las notas desesperadas, / arranca tu propia imagen del espejo. / Siéntate. Celebra tu propia vida».
Mi único deseo este verano es salir de mis inviernos sin helarme, con la temperatura de la esperanza, no renunciar a la entrega a pesar del daño. Celebrar mi propia vida, como el poeta.