Un reformador creativo del catolicismo - Alfa y Omega

Joseph Ratzinger no solo ha atravesado la historia del catolicismo contemporáneo, sino que ha sido uno de sus grandes protagonistas, hasta el punto de convertirse en un actor decisivo. A pesar de su retiro de estos últimos diez años, ha seguido siendo un referente tanto para sus partidarios como para sus detractores, que no podían permanecer indiferentes ante sus palabras y su historia.

Al fin y al cabo, Ratzinger no fue del todo comprendido en su época: deseado y escuchado, pero no siempre seguido. Desde el punto de vista bíblico recuerda la historia de Juan el Bautista: Herodes le escuchó de buen grado, pero acabó turbado. Ya sabemos cómo acabó esa historia. Es la historia de los profetas, que hablan en su tiempo, pero contra la lógica de su tiempo. Ratzinger no despegó, pero sin duda se opuso, e incluso amargamente. Esto se debe probablemente a que fue un precursor de su tiempo y también un visionario. En 1959, el joven teólogo Ratzinger publicó el ensayo Los nuevos paganos y la Iglesia, en el que escribía con claridad: «El paganismo habita hoy en la Iglesia misma, y esta es precisamente la característica de la Iglesia de nuestro tiempo, así como del nuevo paganismo: es un paganismo dentro de la Iglesia y una Iglesia en cuyo corazón habita el paganismo». De inmediato fue reprendido por su obispo. El joven teólogo tenía razón, estaba describiendo la verdad de aquellos años y del futuro, pero esto resultaba incómodo, sobre todo para la jerarquía.

De hecho, Ratzinger siempre se ha sentido un poco incómodo. Ha sido uno de los protagonistas del reformismo dentro del Concilio Vaticano II y en el ámbito de su aplicación, pero no un revolucionario dentro de la Iglesia: por eso perdió algunos compañeros de camino, pero conservó y encontró otros. Su familia teológica y eclesial fue la revista Communio, un nombre que refiere a un programa, un horizonte de vida y de servicio eclesial. Communio, la palabra clave del Concilio Vaticano II, no es solo un concepto sociológico, sino ante todo teológico y también ontológico: en Dios se funda toda auténtica comunión. En este camino anduvo de la mano de otros gigantes de la teología, como Henri de Lubac y Hans Urs von Balthasar. Y fue precisamente la cantera de intelectuales de esa revista la que se convirtió en el lugar de donde se extrajeron los recursos humanos para la elección de la clase dirigente jerárquica del catolicismo entre los siglos XX y XXI.

Aunque se convirtió en un hombre del sistema, como cardenal prefecto del antiguo Santo Oficio siguió llamando a las cosas por su nombre. Y habló de una Iglesia católica que se constituiría con el tiempo por pequeñas comunidades, a las que llamó minorías creativas. El futuro del catolicismo estaba en una propuesta no de nicho, sino de empresa. Ratzinger quería centrarse en un catolicismo dinámico y libre, en absoluto lastrado por la estructura administrativa y burocrática. La situación de la Iglesia en Alemania era un ejemplo que no se debía seguir. Y la libertad era también un criterio claro para no someter y reducir  al catolicismo, no solo a las estructuras administrativas, sino también a la trampa de las ideologías, que contaminaban lo teológico y lo doctrinal. No faltaron condenas a las derivas impropias de la teología de la liberación.

Ir a contracorriente fue algo que estuvo muy presente durante su pontificado. No fue el pontificado de la restauración que muchos esperaban y otros temían. Fue un pontificado de constantes reformas y propuestas de una visión amplia del catolicismo y de su papel en el mundo, especialmente en Occidente. Una reforma del catolicismo que llegó hasta la renuncia al ministerio petrino activo (2013) y la creación del papado emérito. Un acto inesperado y hasta ahora incomprendido en su significado.

Todo esto es Ratzinger y su gobierno de la Iglesia: una libertad de reforma inteligente y fiel del catolicismo.

Traducción de Victoria I. Cardiel