Un obispo que hablaba con sus gestos y homilías - Alfa y Omega

Un obispo que hablaba con sus gestos y homilías

Las anécdotas sobre la generosidad del pastor de Buenos Aires se cuentan por cientos, muchas guardadas con cariño en la memoria de quienes lo conocieron

Esteban Pittaro
Lavatorio de pies a madres y bebés el Jueves Santo de 2005
Lavatorio de pies a madres y bebés el Jueves Santo de 2005. Foto: AFP / Damian Dopacio.

El padre Jorge Bergoglio, entonces un jesuita destinado a Córdoba, no era un desconocido para los obispos argentinos cuando supieron que Juan Pablo II lo había designado obispo auxiliar de Buenos Aires el 20 de mayo de 1992. Muchos lo conocían de cerca, no solo por su rol en la Compañía de Jesús en la década de los 70 como provincial, sino también porque en el Colegio Máximo jesuita que dirigió en San Miguel hasta 1985 se formaban varios de sus sacerdotes. Lo visitaban y percibían los talentos del joven religioso.

Bergoglio había sido seminarista de la arquidiócesis de Buenos Aires antes de pedir su admisión en la Compañía de Jesús, pero no pertenecía a su clero. Era inusual en esos años que un jesuita fuera nombrado obispo. El padre Juan Carlos Scannone, ya fallecido, recordaba que el cardenal Antonio Quarracino, quien lo convocó como obispo auxiliar, había asistido en 1985 al congreso sobre Inculturación en América Latina organizado por Bergoglio en el Máximo.

Ese Bergoglio, más allá de lo que él mismo relató sobre los años de la dictadura militar y las guerrillas, ya se perfilaba como un gran formador de sacerdotes, un promotor del diálogo y la cultura, un líder que, más allá de las discusiones teológicas —de las que era contemporáneo, pero no un partícipe fundamental—, ponía a la Iglesia en salida. De hecho, en la casa de formación que dirigía terminó fundando una parroquia, la Patriarca San José, para atender una necesidad comunitaria luego de una misión en los barrios periféricos. En suma, aunque su itinerario jesuita no lo preveía, su vida ya mostraba las cualidades de un pastor diocesano; algo que los obispos evidentemente percibían.

Como obispo auxiliar mantuvo un perfil muy bajo y se dedicó a cultivar un estrecho vínculo con los sacerdotes, sobre quienes tenía gran ascendencia. Pronto fue nombrado vicario general. Todo aquel que quería verlo o llamarlo temprano en la mañana podía hacerlo y él atendía personalmente. «Bergoglio no tiene una imagen instalada en la opinión pública. La sociedad tiene escasas noticias de él, a diferencia de lo que ocurre con obispos como Quarracino o Laguna, ampliamente conocidos en los medios ajenos a la Iglesia», escribió en 1997 Bartolomé de Vedia, cuando fue nombrado coadjutor.

Como arzobispo, mantuvo esas actitudes. Quienes lo acompañaron en las tareas de comunicación no tenían experiencia en ese campo, por lo que él mismo los buscó y promovió. Más allá de algunos reportajes aislados, un programa sobre la Biblia y otros diocesanos, Bergoglio, como los jueces con sus sentencias, hablaba a través de sus homilías y sus gestos, muchos de los cuales se hicieron ampliamente conocidos. Frases como «ponerse la patria al hombro», «Buenos Aires necesita llorar» o «¿dónde está tu hermano esclavo?» removían conciencias sociales y también políticas. Sus palabras, siempre dichas en el momento justo, se convertían en gestos.

En las villas

Una de sus principales innovaciones pastorales como arzobispo de Buenos Aires tuvo que ver con el impulso a la pastoral de las villas. Si bien sacerdotes en Buenos Aires llevaban ya décadas haciendo misión entre los porteños más pobres, en 2009 Bergoglio creó la Vicaría episcopal para las Villas. Fue después de años visitándolas permanentemente y de ser testigo de las amenazas contra esos curas por su combate contra el narcotráfico.

Cada vez que la atención mediática intentaba enfocarse en él, la esquivaba; como ocurrió en la Misa del Bicentenario de la Revolución de Mayo, cuando todas las expectativas estaban puestas en su homilía, que se esperaba fuera un mensaje desafiante para el Gobierno. No obstante, en esa ocasión se limitó a leer el mensaje de la Conferencia Episcopal.

Cercano a los sacerdotes y distante de los formadores de opinión pública, siempre estuvo atento a las necesidades personales de quienes golpeaban a su puerta. No era un pastor cercano por su imagen pública, sino por el simple hecho de atender, recibir, invitar o llamar a cualquiera que lo necesitara. Las anécdotas sobre su generosidad se cuentan por cientos, muchas guardadas con cariño en la memoria de quienes lo conocieron. Pastor de gestos y palabras en todas las comunidades de todos los barrios porteños —ya fuera en Villa Pueyrredón, Constitución o Palermo—, solo rompió el perfil mediático bajo cuando la ocasión pastoral lo ameritaba. De mirada y gesto adusto, serio, así fue como obispo.

Por eso, cuando fue elegido Papa, más de uno de los que lo conocían de cerca temió por cómo enfrentaría los ineludibles flases. Hasta que sonrió y pidió, como solía hacer en homilías, cartas, llamados y encuentros, que recen por él. Jorge Bergoglio llevó a Roma, para ser Francisco, un estilo pastoral germinado en sus años como jesuita y madurado como obispo en Buenos Aires. Lo que vino después, el mundo lo sabe: la plenitud de una manera de ser forjada con espinas y rosas durante 55 años de vida consagrada. Mucho se mantuvo igual, pero algo cambió por completo: los flases fueron bienvenidos, y el mundo pudo conocerlo.