Un incansable revitalizador de la Iglesia - Alfa y Omega

Un incansable revitalizador de la Iglesia

El profesor uruguayo don Guzmán Carriquiry, Subsecretario del Consejo Pontificio para los Laicos, hace un balance, para Alfa y Omega, de la vida del Papa Juan Pablo II, cuando se cumple el primer aniversario del fallecimiento de aquel Pontífice

Guzmán Carriquiry Lecour

La presencia del Señor se hizo evidente en el año 2005 de manera misteriosa y pedagógicamente eficaz. Hace un año sucedió un espectáculo sorprendente en torno a San Pedro: miles y miles, centenares de miles de personas confluyeron en Roma, provenientes de todas las regiones de Italia y del mundo entero, espontáneamente, por ímpetus de corazón, para un último saludo a Su Santidad Juan Pablo II, yaciente de frente a la tumba del apóstol Pedro. Toda la humanidad parecía estar representada en esos momentos. No las convocaba sino el reconocimiento de una paternidad, una capacidad de acogida y un abrazo de caridad de los que los hombres no pueden prescindir, aunque vivan en condiciones de distracción y confusión. Sin duda, en esa peregrinación singular y durante las horas de colas interminables hasta el féretro, hubo muchas conversiones.

Es muy difícil concentrarse sintéticamente en la conmemoración del pontificado de Juan Pablo II, después de más de 26 años de increíble densidad de vida, acontecimientos, iniciativas, documentos… Llevamos grabado en el corazón y aún presente ante los ojos un agolparse variadísimo de impresiones: la sorpresa de un Papa venido de un país lejano, la firma de una primera extraordinaria encíclica programática, Redemptor hominis, el terrible atentado contra su vida en la plaza de San Pedro, el agradecimiento en Fátima por la protección de la Madre, el gesto del perdón hacia Alí Agca. Y así suceden las más diversas y conmovedoras imágenes del Papa peregrino a todos los pueblos, en sus más de 100 viajes internacionales (192 países del mundo visitados) y 142 visitas pastorales en Italia. Fue grande su ímpetu ecuménico. Esperaba poder acelerar el proceso de unidad de los cristianos. ¡Y cómo olvidar la primera visita a una sinagoga y su oración depositada en el muro de las lamentaciones de Jerusalén, así como la primera visita a una mezquita!

Enamorado de Cristo

El pontificado de Juan Pablo II, sobre todo, condujo a volver a centrar la vida de la Iglesia, de los bautizados, de las comunidades cristianas, en lo que es más radical, más identificante, esencial e insustituible de la experiencia cristiana. Desde el «Abrid las puertas a Cristo» hasta el «Recomenzad desde Cristo», teniendo fija la mirada en el rostro del Señor, en toda la profundidad de su misterio de encarnación y redención. Había que vacunarse —¡y hay que hacerlo!— contra toda propuesta cristiana que se reduzca a sentimiento espiritual o ideología religiosa, o que busque afanosamente las consecuencias morales, sociales, culturales y políticas de la fe presuponiéndola en forma cada vez más irreal. Al contrario, el pontificado de Juan Pablo II fue como una vigorosa interpelación a todos los bautizados a convertirse en mendigos suplicantes de la gracia de Dios, para poder encontrarse a Jesucristo como si lo fuera por la primera vez; o sea, con la misma realidad, actualidad, novedad y poder de persuasión y afecto como lo tuvo el primer encuentro de sus primeros discípulos a las orillas del Jordán. En eso fue fundamental el testimonio de un Papa enamorado de Cristo, profundamente unido a Él en el misterio litúrgico, en la oración personal, en el reconocimiento de su presencia en la trama de la vida de las personas y naciones, y, por eso, con ímpetu incontenible e infatigable de anunciar a todos los hombres, por todas las vías del hombre, en todos los confines de la tierra, en todos los areópagos, al único Señor y Redentor. No hay otro camino que el de la santidad —lo recordó Juan Pablo II permanentemente— para la renovación de la vida personal y eclesial.

Unidad de los pueblos

En Asís, recordamos también la primera gran manifestación de los representantes de los diversos patrimonios religiosos de la humanidad. Escuchamos aún al Papa en las peticiones humildes de perdón. Tuve oportunidad de seguirlo en todos los impresionantes encuentros mundiales de jóvenes. Dedicó mucho amor a la familia y defensa firme de la cultura de la vida. ¿Cómo no recordar también el 30 de mayo de 1998 y su continuo aliento a movimientos y nuevas comunidades eclesiales? Su protagonismo internacional queda ligado al derrumbe del socialismo real, a la superación del mundo bipolar de Yalta, a la caída de los muros, a una Europa llamada a respirar con los dos pulmones, pero también al juicio crítico de la guerra en Irak, de los muros alzados entre los opulentos y los pobres, de la deriva de un ateísmo relativista y libertino, cuestionamientos radicales en la transición hacia un nuevo orden. Nos deja también 473 nuevos santos (mientras sus predecesores canonizaron a 300 en los últimos cuatro siglos) y 1.319 nuevos beatos. Todo se concentró en modo admirable en el año del Gran Jubileo. Después, del Papa atleta de Dios, trotamundos, a las imágenes de su larga y sufrida enfermedad hasta la agonía. Y aún nos faltaría repasar el brillante artículo en el que el entonces cardenal Joseph Ratzinger recapitulaba el tesoro de enseñanzas en los muy numerosos documentos pontificios.

Ahora bien, al conmemorar este gran pontificado hay que superar dos tentaciones. La primera es la de quedar encandilados por este impresionismo abundante y variado de imágenes, en el que cada uno destaca particularidades. La segunda es la de exaltar en tal medida al Papa magno hasta convertirlo en un héroe considerado aisladamente de la realidad del conjunto de la Iglesia y de su misión. Por eso, casi como juicio sintético y esquema de introducción y recapitulación, es fundamental arriesgar algunos hilos conductores capaces de ordenar y jerarquizar, desde su designio pastoral, toda esa abundancia y variedad de tareas e iniciativas.

Karol Wojtyla fue, sin duda, el último Papa que tuvo el don de participar como padre conciliar en el Concilio Ecuménico Vaticano II, el evento más importante del siglo XX eclesial, clave de toda inteligencia sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, en el que contribuyó con aportes muy significativos. Del concilio, Juan Pablo II reconocerá «el fundamento y el comienzo de una gigantesca obra de evangelización del mundo moderno, llegado a una nueva encrucijada de la historia de la Humanidad en la que competen a la Iglesia tareas de una inmensa gravedad y amplitud». Considerando el turbulento camino de actuación del concilio —en el que signos de primavera y de helada se daban conjuntamente, en medio de una gigantesca crisis de renovación eclesial—, al inicio de su pontificado, Juan Pablo II agradeció la sabia, fiel y paciente obra de Su Santidad Pablo VI, que le había consignado una Iglesia «más inmunizada contra los excesos del autocriticismo: se podría decir que es más crítica frente a las críticas desconsideradas, que es más resistente respecto a las variadas novedades, más madura en el espíritu de discernimiento, más idónea a extraer de su perenne tesoro cosas nuevas y viejas, más centrada en el propio misterio y, gracias a todo esto, más disponible para la misión de salvación de todos».

Ahora se trataba, para el pontificado de Juan Pablo II, de volver a dar dignidad, belleza y vitalidad a una planta aparentemente reseca. Juan Pablo II emprende, pues, en forma incansable y polifacética una obra ingente de reconstrucción, recomposición y revitalización de la Iglesia, que puede ser sintetizada y concentrada en torno a los siguientes temas: el recentramiento kerigmático de una auténtica experiencia cristiana, una renovada responsabilidad por custodiar y transmitir educativamente el patrimonio de verdades del depositum fidei, la reconstrucción del verdadero sensus Ecclesiae, el despliegue del ímpetu misionero que es propio de la vocación cristiana, el abrazo de la caridad a todas las necesidades de los hombres y los pueblos.

El sentido de Iglesia

Desde su permanente llamamiento al reencuentro con Jesucristo, Juan Pablo II operó decididamente por la reconstrucción del sensus Ecclesiae. Había que volver a despertar el estupor ante ese tremendum mysterium, que rompe los muros de indiferencia y opresión entre las personas, quienes, por gracia, se reconocen realmente miembros de un mismo cuerpo, hechos uno en Cristo, en ese signo de unidad y vínculo de caridad que es la Eucaristía, fuente y vértice de la vida de los cristianos y de la Iglesia. No basta, sin embargo, tener una buena idea de la Iglesia. Juan Pablo II ha llamado y educado a los fieles en un sentido de pertenencia eclesial que pasa por la incorporación en comunidades concretas, que sean experimentadas como signos y reflejos luminosos de ese misterio de comunión, y en las que los cristianos sean reconfortados y edificados por la fidelidad a la tradición de la Iglesia y por sus dones jerárquicos, sacramentales y carismáticos. Por eso, llamó providenciales para nuestro tiempo a las diversas formas paradigmáticas de movimientos eclesiales y nuevas comunidades.

La gratitud por el pontificado de Juan Pablo II no puede hoy concluir sino en la total adhesión a Benedicto XVI, en la comunión afectiva y efectiva con Él, en la oración a Dios para que lo sostenga cada vez más en tan magna tarea. El Siervo de Dios Juan Pablo II intercede ante Dios por él y por todos nosotros en la morada eterna.

El Papa misionero

Juan Pablo II ha sido un extraordinario Papa misionero, urgido en la tarea apremiante de comunicar a todos los hombres y pueblos, a la Humanidad entera, la buena noticia de la salvación. Invirtió hasta sus últimas desfallecientes energías en esa tarea. «¡Ay de mí si no evangelizase!». Y quiso desatar detrás de sí una fase de movilización misionera de las comunidades cristianas, poniendo a toda la Iglesia en status missionis, impulsando a todos los cristianos a participar en una nueva evangelización, nueva en su ardor, en sus métodos y en sus expresiones. ¿No era ésa acaso la intencionalidad del concilio, retomada por la magnífica y tempestiva Evangelii nuntiandi? No es que Juan Pablo II no fuera bien consciente del desafío de una radical, inaudita y difundida descristianización. Pero ese ímpetu misionero no era mera estrategia de respuesta y, para nada, operación de marketing para hacer más creíble y vendible el producto. Juan Pablo II nos ha demostrado nuevamente que la misión no es una tarea que se añada a la experiencia cristiana de modo extrínseco, sino la vocación para la que nos ha sido dada la vida, el ímpetu de comunicación del don extraordinario del encuentro con Cristo que, por gratitud y alegría, se comparte de persona a persona, de familia en familia, de comunidad en comunidad, apasionados por la vida y el destino de los demás. Precisamente en ese dinamismo misionero, el Papa demuestra que la identidad católica no se realiza en encierro protectivo, en instintos de mera conservación o en guetos de restauración, sino como condición e ímpetu renovados para hacerse presentes, de modo visible, explícito, sin temores ni cálculos, en todos los ambientes y situaciones de vida. Hay una carga de positividad, en la acción misionera de Juan Pablo II, que multiplica y valoriza todos los encuentros: una mirada cristiana que asume todo rasgo de bien y verdad, todo clamor de sentido, toda nostalgia y anhelo de Dios, dentro del designio divino que se realiza en Cristo. Nos deja el Papa esa afirmación misteriosa y apremiante cuando escribe: «La misión ad gentes está todavía en sus comienzos».

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