Juan Pablo II y Benedicto XVI: la coronación de la doctrina social de la Iglesia. Cristo, camino para el hombre - Alfa y Omega

Juan Pablo II y Benedicto XVI: la coronación de la doctrina social de la Iglesia. Cristo, camino para el hombre

El catedrático de Economía de la Universidad CEU San Pablo don Juan Velarde repasa el papel que ha desempeñado la doctrina social de la Iglesia en la economía

Juan Velarde Fuertes

La Doctrina Social de la Iglesia es evidente que surgió como consecuencia de la crítica creciente que se alzaba al modelo de política económica inspirado por la Escuela clásica. Parte de esta crítica había dado lugar a reacciones tan vivas como las derivadas de Marx, acompañadas de un materialismo histórico que se consideraba, lógicamente, enemigo básico de la Iglesia. Además, dentro de la Internacional, la filosofía de la otra rama, la anarcosindicalista de Bakunin, era asimismo ferozmente anticristiana.

Pero, en cambio, la reacción basada en el historicismo y sus indagaciones sobre los gremios, y por encima de todo, su alianza con la Verein für Sozialpolitik, parecieron mostrar un camino razonable que se plasmó en la Rerum novarum, de León XIII, documento con el que se inauguraron estos planteamientos. Un poco después, Pío XI se encontró con una crisis económica creciente a partir de la primera guerra mundial, que concluyó en la Gran Depresión que llegaría desde 1927 hasta más allá del final de su pontificado. Por doquier se lanzaban ideas sobre la necesidad de superar el sistema capitalista. Economistas importantes, como Manoilescu, defendían el sistema corporativo. Por otro lado, las críticas al capitalismo se basaban en su punto inicial de arranque: el teorema de la mano invisible de Adam Smith —si cada uno busca su propio provecho, aunque no intenta la mejoría del conjunto, así es como lo consigue, y no lo alcanzaría si se dedicase a intervenir en la economía para lograrlo—, proposición que tenía sus raíces en un mensaje que venía de la literatura obscena del siglo XVIII —por ejemplo, de nuestro Leandro Fernández de Moratín—, y que alcanzó su máxima popularidad en La fábula de las abejas, de Bernardo de Mandeville, y aquellos versitos, ramplones, pero que convencían: «Si en cada parte se instala el vicio / el todo es un verdadero paraíso». La idea de superar algo tan antropológicamente equivocado es lo que llevó a las duras frases de la Quadragesimo anno, de Pío XI, y, sobre todo, a defender el sistema alternativo del corporativismo.

El fracaso del sistema corporativo, la segunda guerra mundial, la llegada de la política económica keynesiana, están detrás de la rectificación hacia una tolerancia creciente de actitudes socializantes, en ese caminar que trascurre desde Pío XII a Pablo VI y el Concilio Vaticano II, pasando por Juan XXIII. El Estado del bienestar, el desarrollo económico creciente desde 1947 a 1973, la muy seria amenaza comunista, concluyen en una serie de acontecimientos iniciados por una importante crisis económica mundial tras el primer choque petrolífero, con tensiones adicionales que transcurren hasta el triunfo de Norteamérica y sus aliados en 1989, dando fin a la guerra fría, mientras se acentuaba la gran novedad económica que concluyó por cristalizar en la Unión Europea y en la zona del euro. Todo eso se acompañaba de una crisis creciente del pensamiento keynesiano, inaugurada en 1968 con la difusión del ensayo de Milton Friedman, El papel de la política monetaria.

Mientras tanto, la doctrina social de la Iglesia, con un fuerte arraigo antropológico en las doctrinas tradicionales del catolicismo, era zarandeada por mil corrientes y polémicas de economistas, con el consiguiente descrédito. Por eso los economistas católicos parecían contemplarla con cierta desazón conmiserativa, como algo que, por fuerza, tenía que acabar marginado.

De ahí la sorprendente reacción que provocó el Papa Wojtyla, Juan Pablo II, cuando, con la encíclica Centesimus annus, salvó lo muchísimo aprovechable de esa doctrina social de la Iglesia, la encajó en el pensamiento económico más solvente y, además hizo, con ese documento, que en ella las perspectivas antropológicas cristianas quedasen perfectamente engarzadas. Por supuesto que bastante se debió a la seriedad de los planteamientos emanados de la Escuela de Friburgo, nacida en esa universidad negra, esto es, vinculada al catolicismo, que tanto ha hecho por la Iglesia.

El papel del cardenal Ratzinger

Pero, simultáneamente, quien logró que la antropología cristiana tuviese bases teológicas muy serias fue, precisamente, el entonces cardenal Ratzinger, actual Papa Benedicto XVI, vinculando, como señala el presidente de AEDOS (Asociación para el Estudio de la Doctrina Social de la Iglesia), don Fernando Fernández, antropología y cristología. Se comprueba con una cita de la intervención del cardenal Ratzinger en el homenaje, con motivo de los 25 años de su pontificado, a Juan Pablo II, que tuvo lugar en la Universidad Lateranense, al señalar que «este Cristo no es puramente una imagen de la existencia humana, un ejemplo de la forma en que se debe vivir, sino que está en cierto modo unido a cada hombre. Él se reúne con nosotros desde dentro, en la raíz de nuestra existencia, convirtiéndose así en el camino para el hombre. Rompe el aislamiento del yo, es garantía de la dignidad indestructible de cada individuo, y al mismo tiempo es Aquel que supera el individualismo en una comunicación a la cual aspira toda la naturaleza del hombre».

Los planteamientos básicos son firmes. Ahora sólo queda, con el nuevo Pontífice, avanzar en el terreno doble de las enseñanzas de la teoría económica y de las de la antropología cristiana. Al hacerlo, se observará una y otra vez el resplandor de la sólida formación teológica de Wojtyla y de Ratzinger, capaz de orientar hacia horizontes nuevos y magníficos a la doctrina social de la Iglesia.

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