La campaña de la renta, en la que una buena parte de la población sudará para afrontar las cuotas que salgan a pagar, suele ser un momento de reflexión familiar en el que no pocos se preguntan si están haciendo el primo. El fisco aprieta, muchas veces no se ven —o no vemos— los beneficios de nuestro sacrificio social y la mente vuela libre para analizar de qué forma ahorrar unos euros. «Esta factura, sin IVA, que no se van enteran de esta pequeña triquiñuela; tira pa’lante». Y como esta, decenas de situaciones más en las que cometer sutiles y nimias ilegalidades que, presumiblemente, a nadie suponen un gran fraude. Pero la cuestión va más allá de ser o no cazado. Se llama honorabilidad. Un cristiano no debe dar lecciones de moral y, acto seguido, pagar en negro al manitas o tener un negocio y exigir al cliente que no use tarjeta de crédito. El año pasado Francisco, en un encuentro con miembros de la Agencia Tributaria italiana, calificó estos comportamientos de «ilegalidad generalizada» y alabó la «honestidad de quienes pagan sus cuotas y contribuyen así al bien común». Porque la evasión de impuestos no está monopolizada por los ricos y famosos.