Hace unos días escribía para Alfa y Omega un reportaje sobre el llamado pueblo de las viudas, la aldea egipcia de 700 personas donde hace dos semanas los yihadistas asesinaban a 300 hombres y jóvenes que estaban rezando en la mezquita sufí. En esa aldea solo quedan ahora mujeres y niñas. Y algunos niños. Esperando tras la puerta, muertos de miedo. Solos. Como ocurrió en Troya 1.100 años antes de Cristo. Como ocurre en Siria, en Yemen, en Sudán del Sur, mientras ustedes leen este texto. «Troya es cualquier lugar. Los niños muertos pesan igual, se llaman igual», dice Hécuba. Qué gran verdad.
Los griegos acaban de saquear Troya, la flota está pronta a partir, y las mujeres troyanas, las viudas, las hijas, están siendo sorteadas para ser vendidas como esclavas. Andrómaca –Gabriela Flores–, la viuda de Héctor, ha sido asignada al hijo de Aquiles. Hécuba –Aitana Sánchez Gijón– reina de Troya, será la esclava de Ulises. Su hija Casandra –Miriam Iscla–, sacerdotisa de Apolo, está destinada a ser esclava de Agamenón. Políxena –Alba Flores– será sacrificada para la tumba de Aquiles. Helena de Troya –Maggie Civantos–, la ramera, va a ser asesinada por su marido Menelao en Esparta. Nadie comprende a Briseida –Pepa López– la sacerdotisa enamorada de Aquiles, del enemigo, del mortal inmortal.
Esta versión, dirigida por Carme Portacelli, parte de la premisa de un intenso diálogo entre las mujeres, que se aman y se reprochan, y con Taltibio, el guerrero griego encargado de transmitir las decisiones de los vencedores a las desdichadas. El hombre, abatido, intenta cumplir una misión que no comprende y se debate entre el deber y su conciencia. Una lucha, dice la directora, «que podemos imaginar hoy, ayer, mañana». Y que el hombre, interpretado por Nacho Fresneda, no podrá olvidar jamás.
La originalidad del texto de Eurípides, adaptado por Alberto Conejero, es que habla de las que se quedaron. De aquellas que nunca aparece en las noticias, porque después de un muerto hay un reguero de desesperación, pero ese ya no interesa. En Troya, fueron esas viudas que perdieron a sus maridos, vendidas como esclavas sexuales por derecho, porque eran ciudadanas de segunda. Ellas no engrosarían las cifras de vencidos, pero sufrieron tanto o más. La belleza de Helena desvanecida en manos de su esposo, las que prefirieron morir –«porque amaba la vida no quise vivirla como esclava»–, las que se dejaron vencer –«cómo cuidaremos de sus hijos si los nuestros han muerto»–.
Encabeza el discurso del después la que fuera reina de Troya, Hécuba. Con su nieto en brazos, desgranará el mal del ser humano, presente en todos los momentos de la historia. El mal de los vencedores es tan retorcido que hasta los niños de pecho deben morir, serán futuros enemigos. No hay piedad. «Es evidente que los mitos griegos siguen haciendo oír su voz en la sociedad», explica Portacelli. Solo tienen nuevos nombres, misma alma. «Las tragedias muestran ese pecado contra el bienestar social que ha creado el individuo cuando se deja llevar por sus sentimientos más brutales, sus miedos, su arrogancia, sus celos…».
Las mujeres eran ciudadanas de segunda. Tanto no ha cambiado la historia. En Troyanas las invitan a ser protagonistas, «les pedimos que se expliquen, que nos cuenten qué pasó de verdad y qué sintieron ellas». Y así, «tendremos finalmente la oportunidad de juzgarlas».
La puesta en escena alegórica de Portacelli tiene más sombras que luces, desencaja a veces el hilo de la historia. Una historia que se repite, en definitiva. La del ser humano. La de los vecinos que mataron a sus vecinos en Ruanda, la del país que eliminó a toda una raza, la judía. La de los turcos, que mataron de hambre a los armenios. Y la delas mujeres, aquellas de las que nadie hablará cuando hayan muerto.
★★★☆☆
Teatro Español
Calle del Príncipe, 25
Antón Martín
Hasta el 17 de diciembre