Vivir tres días en un monasterio trapense, como es el de San Isidro de Dueñas, en Palencia, es una experiencia fantástica, fascinante, y asombrosa. Sobre todo si, como en mi caso, no he estado como huésped, sino como si fuera un monje más, durmiendo en una de sus celdas, rezando el Oficio Divino junto al prior, y participando de todos sus momentos (a excepción del trabajo manual y el cuarto de hora diario de capítulo). Me piden que les hable dos momentos al día, en el tiempo dedicado a la Lectio divina, o en este caso, a la formación permanente, de los nuevos movimientos y comunidades eclesiales, que se me antojan, en este contexto, como meras gaviotas que acompañan en la travesía de la Iglesia a un gran barco, el de la vida contemplativa.
Me ha parecido fantástico constatar una regla de la física que a nosotros, los ruidosos hombres y mujeres del siglo, se nos escapa. Los monjes manifiestan prodigiosamente que una cosas es el ritmo de vida, y otra la aceleración con la que vivimos. Para nosotros, introducir más ritmo en nuestras tareas diarias significa ir más de prisa en todo, dejarlo todo a medias, y a la postre estresarnos. Los monjes no. Ellos cambian veinte veces de actividad a lo largo del día, el doble que nosotros. Pero cada una de estas actividades se hace sin prisa, con armonía, con solemnidad. No son contemplativos sólo porque recen más que nosotros, sino porque todo el día (ora et labora) es una sucesión de momentos completamente distintos de contemplación.
Me ha parecido fascinante el refectorio. Un monje hace lectura espiritual, como si fuera un condimento, desde el púlpito. Cada monje lava y seca su plato. Lo deja en el armario. Los cubiertos vuelven a la mesa y se cubren junto al vaso con la servilleta, como si fuese un corporal. Todo el día del monje es una completa Liturgia de las Horas. Entiendo por qué san Rafael Arnáiz eligió este lugar para hacerse santo, y de paso dejarnos el legado de sus escritos espirituales y de sus cuadros.
Me ha parecido asombrosa la oración coral. Es como si los siglos no hubieran pasado, o como si esta oración los hubiese unido y sostenido. Mínima luminosidad, máximo silencio. Entramos procesionalmente, pero no marcialmente. Un monje joven, alto y robusto, se deja literalmente colgar de la cuerda que hace sonar las campanas, con un esfuerzo físico rítmico e intenso, que ya quisieran para sí los gimnasios de moda. Suenan las campanas y así toda la comarca, desde hace siglos, vive en comunión con sus monjes. Es como si las voces viniesen de fuera, de unos ángeles escondidos en los oscuros rincones del templo, y los monjes asistiesen en silencio rezando. Una vez superada una cierta sensación de atropello, como si los ojos y los oídos del invitado fuesen cámaras y micrófonos ocultos que se han metido clandestinamente en otro mundo que no es el suyo, sobrecogerse, asombrarse y elevarse es inmediato. Todo es sublime. Pasan los tres días volando, pero dejan nostalgia de lo eterno.