Tres décadas del catecismo - Alfa y Omega

La noticia de la efeméride de los 30 años del catecismo de la Iglesia católica puede ser a la vez una buena y una mala noticia. Primero, la buena noticia. Para muchos que ya pintamos canas la referencia a los catecismos nos es familiar, ya sea porque recordemos la época en la que en las parroquias los niños iban no a la catequesis, sino al catecismo (que no es lo mismo), o bien porque nos suene la existencia de otros catecismos antiguos, como los famosos Astete y Ripalda españoles del siglo XVI. Por lo que parecería que el catecismo fruto del Concilio Vaticano II y auspiciado por san Juan Pablo II vendría a ser únicamente el último catecismo. Pero no es verdad. Todos los catecismos anteriores fueron catecismos locales, no universales. La Iglesia solo había intentado hacer un catecismo universal tras el Concilio de Trento, pero fue un intento inacabado. Normal. Explicar la fe con una misma expresión cultural, y para todos los pueblos, era una tarea que ponía en jaque el permanente desafío de la evangelización, el de la inculturación de la fe. Si la Iglesia ha tenido que esperar al siglo XX para hacer un catecismo universal es por el advenimiento de una cultura global, la propia de un mundo que es una aldea global.

La mala noticia lo es solo en un primer impacto, porque en realidad es una noticia tan buena como la primera. Muchos piensan que el catecismo está dirigido a los catequizandos como herramienta de la catequesis. Nada que ver. Para eso están los itinerarios y los recursos diocesanos. El catecismo es un documento dirigido a los obispos, en primer lugar, como instrumento para su misión de custodios y difusores de la fe; a los sacerdotes, en segundo lugar, sobre todo a los párrocos, como custodios y difusores de la fe de las comunidades eclesiales que el obispo les ha encomendado, y en tercer y último lugar, a todos los fieles, incluidos los catequistas, para su personal formación, en vistas de su vocación como discípulos misioneros del Señor.

Esto no le resta valor al catecismo, sino todo lo contrario. Lo hace mucho más importante: tiene la osadía de ser el compendio de la fe y de las costumbres de toda la Iglesia. Un instrumento no tanto —ni solo— de seguridad doctrinal como de comunión eclesial, para la única fe de todos, la única esperanza con todos, y la única caridad para todos.

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