A los 60 años del inicio del Concilio Vaticano II - Alfa y Omega

Solo los más ancianos de entre nosotros conservan una memoria viva de lo que aconteció en la Iglesia aquel 11 de octubre de 1962, cuando san Juan XXIII inauguró solemnemente el vigésimo segundo concilio ecuménico, el Vaticano II. Por primera vez en la historia, un evento de tales dimensiones, que veía reunidos en Roma a más de 2.000 obispos de todas las naciones de la tierra, entraba en las casas de los cristianos gracias a la radio y a la televisión. De esta manera, el Concilio fue, por así decir, uno de casa durante los cuatro años de su celebración, y los católicos de todo el mundo pudieron recorrer, junto a los pastores, un camino que abría para la Iglesia una nueva etapa misionera.

Porque, en definitiva, se trató de eso. El Vaticano II, en efecto, nació del deseo de un renovado anuncio del Evangelio en el mundo contemporáneo. El Papa Francisco ha identificado con claridad este horizonte en su encíclica Lumen fidei: «El Vaticano II ha sido un Concilio sobre la fe, en cuanto que nos ha invitado a poner de nuevo en el centro de nuestra vida eclesial y personal el primado de Dios en Cristo. Porque la Iglesia nunca presupone la fe como algo descontado, sino que sabe que este don de Dios tiene que ser alimentado y robustecido para que siga guiando su camino. El Concilio Vaticano II ha hecho que la fe brille dentro de la experiencia humana, recorriendo así los caminos del hombre contemporáneo. De este modo, se ha visto cómo la fe enriquece la existencia humana en todas sus dimensiones» (LF 6).

A partir de esta clave que nos ofrece el Papa Francisco es posible leer las cuatro constituciones conciliares, núcleo fundamental del legado del Vaticano II, cuya recepción hay que considerar un proceso en acto.

El primado de Dios en Cristo ha sido puesto de manifiesto en los textos conciliares especialmente a través de la constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina revelación, y de la constitución sobre la sagrada liturgia, Sacrosanctum Concilium. Ambas exponen con claridad la primacía del designio de la Trinidad que, gratuita y libremente, ha querido salir al encuentro de los hombres para hacerles participar de su propia vida: «Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV 2). Una amistad con Dios que es ofrecida permanentemente a lo largo de la historia en la economía sacramental de la Iglesia: «Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica» (SC 7). Fruto de dicho ofrecimiento es la generación del misterio de la Iglesia, Pueblo de Dios, como nos lo recuerda la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Ahora bien, ¿en qué relación se encuentra este pueblo con el mundo, con todos los demás hombres? A partir de cuanto se enseña en Lumen gentium, responde con claridad la constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo: «Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es “sacramento universal de salvación”, que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre» (GS 45).

A partir de la enseñanza de las cuatro constituciones, el Vaticano II afronta en los otros doce documentos la misión de la Iglesia, sus relaciones con las otras Iglesias y confesiones, así como con las otras religiones, los diferentes estados de vida y oficios en la comunidad cristiana y temas de la envergadura de la libertad religiosa.

Un dato que no podemos minusvalorar, a la hora de acercarnos al Vaticano II y de recibir su rica herencia es el hecho —verdaderamente providencial— de los Papas que han guiado su recepción en los años posconciliares. Dios, en medio de las vicisitudes de la historia, no ha dejado de asistir a la Iglesia y lo ha hecho, de modo singular, concediéndole Papas santos: de san Juan XIII a san Juan Pablo II, pasando por san Pablo VI y el beato Juan Pablo I, hemos asistido en los últimos 60 años al florecer de una santidad verdaderamente conciliar.

El 60 aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II es una ocasión privilegiada para dar gracias a Dios y para retomar, personal y comunitariamente, la lectura de sus enseñanzas.

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