«Pasyan nou te mouri». Es el mensaje que me llega de Sherline, la enfermera con la que trabajo en la clínica. «¿Quién ha muerto?», pregunto. Entonces me da referencias: su nombre, de qué poblado era o familia, o la patología que tenía.
Abro su historia, la repaso. Veo cuándo fue la última vez que le vi. Escribo la fecha de fallecimiento. Y trato de entender. En algunos casos era lo esperado, una muerte que avisaba —si es que tal misterio puede ser previsible—. En otros, llega como un jarro de agua fría: si era una persona sana, si era muy joven, si estaba bien controlada, si… Y el corazón, que se encoge como una pasa, late a otro ritmo.
La relación con la muerte, otro salto mortal en la diferencia cultural. La muerte, tan visible, tan cotidiana aquí. Me sorprendió la primera vez que visité la casa de una anciana en la que tenían el ataúd preparado en la misma puerta. Creía que se me salían los ojos de las órbitas. Luego normalicé incluso los nichos ya preparados en el terreno de la familia. La antítesis entre la música durante toda la noche del velatorio, la banda del cortejo fúnebre, los bailes con los ataúdes y el negro riguroso durante meses, los gritos desgarradores en los funerales, la vida velada por el luto. La aceptación. La memoria.
Ayer visitaba en casa a una de nuestras pacientes. Está muy enferma. La vi todavía más delgada. Apenas puede comer, le cuesta respirar y ya casi no se levanta de la cama. Me impresionó su brazo derecho: podía ver el callo en el húmero de cuando se le rompió y no le trataron bien. Buscó solución para su enfermedad pero las fronteras, los visados y la violencia no le permitieron llegar a ningún tratamiento eficaz. Tiene tres años menos que yo y a mí me dicen que soy joven. «Mwenn konnen, lo sé. Sé que me muero».
Aliviar, acompañar y rezar: con ella, por ella, por tantos, por quienes están cerca. Estar, participando del silencio sostenido. Del agradecimiento. De la vida, aunque esté temblando. Del canto que se convierte en oración. Del llanto.
Y después, seguir. Porque Bondye (el buen Dios) consuela. Y porque para estar vivos, hay que querer vivir.