Venerados y queridos hermanos en el ministerio sacerdotal; queridos hombres y mujeres de vida consagrada; queridos amigos: Nos hemos reunido en la venerable basílica de nuestra Magna Mater Austriae, en Mariazell. Desde hace muchas generaciones la gente reza aquí para obtener la ayuda de la Madre de Dios. Lo hacemos hoy también nosotros. Juntamente con ella, queremos ensalzar la inmensa bondad de Dios y expresar al Señor nuestra gratitud por todos los beneficios recibidos, en particular por el gran don de la fe. También queremos encomendarle a ella nuestras principales intenciones: pedir su protección para la Iglesia, invocar su intercesión para que Dios conceda buenas vocaciones a nuestras diócesis y comunidades religiosas, solicitar su ayuda para las familias y su oración misericordiosa por todas las personas que buscan el camino para salir del pecado y quieren convertirse, y, por último, encomendar a su solicitud materna a todos los enfermos y a las personas ancianas. Que la Gran Madre de Austria y de Europa nos ayude a todos a llevar a cabo una profunda renovación de la fe y de la vida.
Queridos amigos, como sacerdotes, religiosos y religiosas, sois servidores y servidoras de la misión de Jesucristo. Del mismo modo que hace dos mil años Jesús llamó a personas para que lo siguieran, también hoy muchos jóvenes, chicos y chicas, tras escuchar su llamada, se ponen en camino, fascinados por él e impulsados por el deseo de dedicar su vida al servicio de la Iglesia, entregándola para ayudar a los hombres. Tienen la valentía de seguir a Cristo y quieren ser sus testigos.De hecho, la vida en el seguimiento de Cristo es una empresa arriesgada, porque siempre nos acecha la amenaza del pecado, de la falta de libertad y de la defección. Por eso, todos necesitamos su gracia, que María recibió en plenitud. Aprendamos a mirar siempre, como María, a Cristo, tomándolo a Él como criterio de medida; así podremos participar en la misión universal de salvación de la Iglesia, cuya Cabeza es Él.
El Señor llama a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos a entrar en el mundo, en su realidad compleja, para cooperar allí a la edificación del reino de Dios. Lo hacen de muchas y muy diferentes maneras: con el anuncio, con la edificación de la comunidad, con los diversos ministerios pastorales, con el amor concreto y con la caridad vivida, con la investigación y con la ciencia realizadas con espíritu apostólico, con el diálogo con la cultura de su entorno, con la promoción de la justicia querida por Dios y, en no menor medida, con la contemplación silenciosa del Dios trino y rindiéndole una alabanza comunitaria.
El Señor os invita a la peregrinación que la Iglesia lleva a cabo a lo largo de los tiempos. Os invita a haceros peregrinos con él y a participar en su vida, que también hoy es vía crucis y camino del Resucitado a través de la Galilea de nuestra existencia. Sin embargo, es siempre el mismo e idéntico Señor quien, mediante el mismo y único Bautismo, nos llama a la única fe. Por tanto, compartir su camino significa ambas cosas. La dimensión de la cruz, con fracasos, sufrimientos, incomprensiones, más aún, incluso con desprecio y persecución; pero también la experiencia de una profunda alegría en el servicio y la experiencia de la gran consolación que deriva del encuentro con Él. La misión de las parroquias, de las comunidades y de cada uno de los cristianos bautizados, como la de la Iglesia, tiene su origen en la experiencia de Cristo crucificado y resucitado.
El centro de la misión de Jesucristo y de todos los cristianos es el anuncio del reino de Dios. Para la Iglesia, para los sacerdotes, para los religiosos, para las religiosas, al igual que para todos los bautizados, este anuncio en el nombre de Cristo implica el compromiso de estar presentes en el mundo como sus testigos. En efecto, el reino de Dios es Dios mismo que se hace presente en medio de nosotros y reina por medio de nosotros.
Por tanto, la edificación del reino de Dios se hace realidad cuando Dios vive en nosotros y nosotros llevamos a Dios al mundo. Vosotros lo hacéis dando testimonio de un sentido que hunde sus raíces en el amor creador de Dios y se opone a toda insensatez y a toda desesperación. Vosotros estáis de parte de los que buscan con gran esfuerzo este sentido, de todos los que quieren dar a la vida una forma positiva. Orando e intercediendo, sois los abogados de quienes buscan a Dios, de quienes están en camino hacia Dios. Vosotros dais testimonio de una esperanza que, contra toda desesperación silenciosa o manifiesta, remite a la fidelidad y a la solicitud amorosa de Dios.
Al hacerlo, estáis de parte de los que llevan la carga de un destino pesado y no logran librarse de él. Dais testimonio del Amor que se entrega a los hombres y así ha vencido la muerte. Estáis de parte de quienes nunca han experimentado el amor, de quienes ya no logran creer en la vida. Así os oponéis a los numerosos tipos de injusticia, oculta o manifiesta, al igual que al desprecio de los hombres, cada vez más generalizado.
De este modo, queridos hermanos y hermanas, toda vuestra existencia debe ser, como la de san Juan Bautista, un gran reclamo vivo, que lleve a Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. Jesús afirmó que Juan era «una lámpara que arde y alumbra» (Jn 5, 35). También vosotros debéis ser lámparas como él. Haced que brille vuestra luz en nuestra sociedad, en la política, en el mundo de la economía, en el mundo de la cultura y de la investigación. Aunque sea una lucecita en medio de tantos fuegos artificiales, recibe su fuerza y su esplendor de la gran Estrella de la mañana, Cristo resucitado, cuya luz brilla -quiere brillar a través de nosotros- y no tendrá nunca ocaso.
Pobreza, castidad y obediencia
Seguir a Cristo -y nosotros queremos seguirlo- significa asimilar cada vez más los sentimientos y el estilo de vida de Jesús. Es lo que nos dice la Carta a los Filipenses: «Tened los mismos sentimientos de Cristo» (Flp 2, 5). Mirar a Cristo es el lema de estos días. Mirándolo a Él, el gran Maestro de vida, la Iglesia ha descubierto tres características que destacan en la actitud fundamental de Jesús. Estas tres características, que con la Tradición llamamos consejos evangélicos, han llegado a ser los componentes determinantes de una vida dedicada al seguimiento radical de Cristo: pobreza, castidad y obediencia. Reflexionemos ahora un poco sobre estas características.
Jesucristo, que poseía toda la riqueza de Dios, se hizo pobre por nosotros, nos dice san Pablo en la segunda Carta a los Corintios (cf. 2 Co 8, 9). Se trata de una palabra inagotable, sobre la que deberíamos volver a reflexionar siempre. Y la Carta a los Filipenses dice: «Se despojó de su rango y se rebajó haciéndose obediente hasta la muerte de cruz» (cf. Flp 2, 7-8). Él, que se hizo pobre, llamó bienaventurados a los pobres.
San Lucas, en su versión de las Bienaventuranzas, nos ayuda a comprender que esta afirmación -el proclamar bienaventurados a los pobres- se refiere, sin duda, a la gente pobre, realmente pobre, en el Israel de su tiempo, donde existía una vergonzosa diferencia entre ricos y pobres.
Sin embargo, san Mateo, en su versión de las Bienaventuranzas, nos explica que la sola pobreza material, como tal, no garantiza necesariamente la cercanía a Dios, porque el corazón puede ser duro y estar lleno de afán de riqueza. Pero san Mateo, como toda la Sagrada Escritura, nos da a entender que, en cualquier caso, Dios está cercano a los pobres de un modo especial.
Así, resulta claro que el cristiano ve en ellos al Cristo que lo espera, esperando su compromiso. Quien quiera seguir a Cristo de un modo radical, debe renunciar a los bienes materiales. Pero debe vivir esta pobreza a partir de Cristo, como un modo de llegar a ser interiormente libre para el prójimo.
Para todos los cristianos, y especialmente para nosotros los sacerdotes, para los religiosos y las religiosas, tanto para las personas individualmente como para las comunidades, la cuestión de la pobreza y de los pobres debe ser continuamente objeto de un atento examen de conciencia. Precisamente en nuestra situación, en la que no estamos mal, no somos pobres, creo que debemos reflexionar de modo particular en cómo podemos vivir esta llamada de modo sincero. Quisiera recomendarlo para vuestro -nuestro- examen de conciencia.
Para comprender bien lo que significa la castidad, debemos partir de su contenido positivo. Sólo lo encontramos una vez más mirando a Jesucristo. Jesús vivió con una doble orientación: hacia el Padre y hacia los hombres. En la Sagrada Escritura lo conocemos como persona que ora, que pasa noches enteras en diálogo con el Padre. Al orar insertaba su humanidad, y la de todos nosotros, en la relación filial con el Padre. Este diálogo siempre se transformaba después en misión hacia el mundo, hacia nosotros. Su misión lo llevaba a una entrega pura e indivisa a los hombres.
En los testimonios de las Sagradas Escrituras no hay ningún momento de su existencia en que se pueda descubrir, en su comportamiento con los hombres, ningún rastro de interés personal o de egoísmo. Jesús amó a los hombres en el Padre, a partir del Padre; así, los amó en su verdadero ser, en su realidad.
Tener los mismos sentimientos de Jesucristo, es decir, estar en total comunión con el Dios vivo y, en esta comunión totalmente pura con los hombres, estar a su disposición sin reservas, inspiró a san Pablo una teología y una praxis de vida que responde a las palabras de Jesús sobre el celibato por el reino de los cielos (cf. Mt 19, 12). Los sacerdotes, los religiosos y las religiosas no viven sin relaciones interpersonales. Al contrario, la castidad significa -de aquí quería yo partir- una intensa relación. Se trata de una relación positiva con Cristo vivo y, a través de Él, con el Padre.
Hombres y mujeres de esperanza
Por eso, con el voto de castidad en el celibato no nos consagramos al individualismo o a una vida aislada, sino que prometemos de modo solemne poner, totalmente y sin reservas, al servicio del reino de Dios -y así al servicio de los hombres- las intensas relaciones de que somos capaces y que recibimos como un don. De este modo, los sacerdotes, las religiosas y los religiosos mismos se convierten en hombres y mujeres de la esperanza: contando totalmente con Dios y demostrando así que Dios para ellos es una realidad, crean en el mundo espacio para su presencia, para la presencia del reino de Dios.
Vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, dais una contribución importante: en medio de la avaricia, del egoísmo de no saber esperar, del afán de consumo, del culto al individualismo, os esforzáis por vivir un amor desinteresado a los hombres. Vivís una esperanza que deja a Dios la tarea de la realización, porque creéis que es él quien la llevará a cabo.
¿Qué habría sucedido si en la historia del cristianismo no hubieran existido estas figuras orientadoras para el pueblo? ¿Qué sería de nuestro mundo si no existieran los sacerdotes, si no existieran las mujeres y los hombres de las Órdenes religiosas, de las comunidades de vida consagrada, personas que con su vida testimonian la esperanza de una satisfacción superior de los deseos humanos y la experiencia del amor de Dios, que supera todo amor humano? Precisamente hoy el mundo necesita nuestro testimonio.
Pasemos a la obediencia. Jesús vivió toda su vida, desde los años ocultos de Nazaret hasta el momento de la muerte en la cruz, en la escucha del Padre, en la obediencia al Padre. Por ejemplo, en la noche del monte de los Olivos, oró así: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Con esta oración Jesús asume, en su voluntad de Hijo, la terca resistencia de todos nosotros, transforma nuestra rebelión en su obediencia. Jesús era un orante. Pero sabía escuchar y obedecer: se hizo «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 8).
Los cristianos han experimentado siempre que, abandonándose a la voluntad del Padre, no se pierden, sino que, de este modo, encuentran el camino hacia una profunda identidad y libertad interior. En Jesús han descubierto que quien se entrega, se encuentra a sí mismo; y quien se vincula con una obediencia fundamentada en Dios y animada por la búsqueda de Dios, llega a ser libre. Escuchar a Dios y obedecerle no tiene nada que ver con una constricción desde el exterior y con una pérdida de sí mismo. Sólo entrando en la voluntad de Dios alcanzamos nuestra verdadera identidad. Hoy el mundo, precisamente por su deseo de autorrealización y autodeterminación, tiene gran necesidad del testimonio de esta experiencia.
Romano Guardini narra, en su autobiografía, que, en un momento crítico de su itinerario, cuando la fe de su infancia se tambaleaba, le fue concedida la decisión fundamental de toda su vida -la conversión- en el encuentro con las palabras de Jesús en las que afirma que sólo quien se pierde se encuentra a sí mismo (cf. Mc 8, 34 ss; Jn 12, 25). Sin abandonarse, sin perderse, el hombre no puede encontrarse, no puede autorrealizarse. Pero luego se planteó la pregunta: ¿En qué dirección debo perderme? ¿A quién puedo entregarme? Le pareció evidente que sólo podemos entregarnos totalmente si, al hacerlo, caemos en las manos de Dios. En definitiva, sólo en Él podemos perdernos y sólo en Él podemos encontrarnos a nosotros mismos. Sucesivamente, se planteó otra pregunta: ¿Quién es Dios? ¿Dónde está Dios? Entonces comprendió que el Dios al que podemos abandonarnos es únicamente el Dios que se hizo concreto y cercano en Jesucristo. Pero de nuevo se preguntó: ¿Dónde encuentro a Jesucristo? ¿Cómo puedo entregarme a él de verdad?
La respuesta que encontró Guardini en su ardua búsqueda fue la siguiente: Jesús únicamente está presente entre nosotros de modo concreto en su cuerpo, la Iglesia. Por eso, en la práctica, la obediencia a la voluntad de Dios, la obediencia a Jesucristo, debe transformarse muy concretamente en una humilde obediencia a la Iglesia. Creo que también esto debe ser siempre objeto de un profundo examen de conciencia.
Todo ello se encuentra resumido en la oración de san Ignacio de Loyola, una oración que siempre me ha parecido demasiado grande, hasta el punto de que casi no me atrevo a rezarla. Sin embargo, aunque nos cueste, deberíamos repetirla siempre: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta» (Ejercicios espirituales, 234).
Queridos hermanos y hermanas, ahora vais a volver a vuestro ambiente de vida, a los lugares de vuestro compromiso eclesial, pastoral, espiritual y humano. Que nuestra gran Abogada y Madre, María, extienda su mano protectora sobre vosotros y sobre vuestra actividad. Que interceda por vosotros ante su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
A la vez que os doy las gracias por vuestra oración y por vuestro trabajo en la viña del Señor, pido a Dios que os proteja y bendiga a todos vosotros, a la gente, en especial a los jóvenes, aquí en Austria y en los diversos países de los que proceden muchos de vosotros.
De corazón os acompaño a todos con mi bendición.