Soy una carga de dinamita
Si abandonamos por un momento la tranquilidad rastafari veremos que la humanidad vive un momento delicado en el que los hombres de armas tienen una misión que cumplir. ¿O es esta una idea desfasada?
Tengo un amigo en una academia militar. Como es el primero de la clase, le tocó ir a pedirle al oficial al mando un cambio en el horario de exámenes. «En el Ejército llevamos varios siglos haciendo las cosas de este modo —le dijo encolerizado— y, ¿de verdad cree usted que se le ha ocurrido una forma mejor de hacerlas? ¿Quién es usted, señor… [comprobó su apellido en su identificación y lo pronunció]? ¿Quién se cree que es?». En un arrebato de genialidad, el aludido le respondió con esta cita de Nietzsche: «Yo no soy un hombre: soy una carga de dinamita. Soy la negación de una negación, y sin embargo soy la antítesis de un espíritu negativo. Yo soy un alegre mensajero como no ha habido ningún otro, solo a partir de mí existen de nuevo esperanzas». ¡Eso le dijo! ¡Imagínense la cara del jefe!
En los tiempos que corren, con más de medio centenar de conflictos armados en el globo (no había tantos desde la Segunda Guerra Mundial), incluso los pacifistas como yo tenemos que abandonar los mundos de Yupi. Von der Leyen ya ha dicho que podemos ir aumentando el gasto en Defensa y Trump le ha pedido a la OTAN un ¡5 %! del PIB en balas. Si dejamos por un momento la tranquilidad rastafari veremos que el mundo vive un momento delicado en el que los hombres de armas tienen una misión que cumplir. ¿O es esta una idea desfasada? A la luz del siglo XX, ¿no resulta imposible articular una propuesta cristiana para armar un Ejército?
La semana pasada, el Santo Padre recibió a más de 30.000 militares que peregrinaron al Jubileo. La imagen es potente: lustrosa y firme, la milicia se cuadra ante el vicario del Príncipe de la Paz. Una foto poderosa y paradójica, y una paradoja siempre es una invitación a pensar. Para acabar de enunciar lo imposible, el sucesor de Pedro dijo: «Vigilen contra la tentación de cultivar un espíritu de guerra». ¿Cómo? ¿Tiene sentido pedir a profesionales de las armas que eviten un espíritu de guerra? ¿No sería el equivalente de prevenir a los médicos contra el espíritu de sanación?
No, porque los soldados no son para la guerra, sino para la paz. Son su condición necesaria. Atendiendo al viejo adagio, si vis pacem, para bellum. Cuanto más preparado está un ejército, cuanto mejor entrenados están sus hombres, menos posibilidades hay de que sea necesario utilizarlo. Sin perjuicio de otros trabajos que realizan los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado —como las labores de salvamento o la ayuda en catástrofes naturales— su razón de ser no es hacer la guerra, sino evitarla. El mejor ejército es el que no necesita abrir fuego. La medicina que salva más vidas es la preventiva, pero aun así tiene que haber dermatólogos y urgenciólogos y oncólogos. Ningún médico desea la enfermedad, sino la salud.
Es verdad que los soldados son cargas de dinamita —deben serlo, y conviene por ello que se sometan escrupulosamente a la ley y la moral—, pero están también llamados a ser, como profetizó sin querer mi amigo, mensajeros alegres y portadores de esperanza. Donde estén ellos debe retirarse la guerra. Solo así podrán dar cumplimiento cabal a la noble misión que les ha sido encomendada.