Sois la sal. Sois la luz
V Domingo del tiempo ordinario
Después del impresionante inicio del Sermón de la Montaña, con el enunciado de las Bienaventuranzas, Jesús pone sus ojos en la grandeza del ser humano y en la fuerza de la misión que se nos encomienda: «Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo». Ser sal y luz muestra la confianza de Dios en las posibilidades del hombre. No hay que olvidar que, en palabras del propio Jesús, supone identificarnos con Él: «Yo soy la luz del mundo». Él nos ha creado, sabe mejor que nosotros mismos de lo que somos capaces y por ello nos sitúa ante esta apasionante misión.
La sal no existe para sí misma, sino para condimentar. La luz no existe para sí misma, sino para iluminar a los que están en su entorno. Una y otra figura nos invitan a desgastarnos por los demás, a imitación de lo que Cristo mismo hizo. Ésta es la propuesta de Jesús, que cuestiona y estimula la respuesta existencial del creyente.
La primera lectura de la Misa de este domingo nos orienta, a la hora de descubrir qué significa ser luz (cf. Is 58, 7-10). Dejar que nuestra luz destelle se puede concretar, según el profeta Isaías, en partir nuestro pan con el hambriento, en vestir al desnudo, en hospedar al inmigrante, en definitiva en ser portadores del amor mismo de Dios comprometiéndonos con el sufrimiento de los hombres. Pero Jesús también nos advierte: si realmente no cumplimos aquello que nos está proponiendo, nos volvemos sosos o eclipsamos nuestra luz, perdemos en definitiva lo que define la concreción de nuestra misión. Cuando de modo individual, o como Iglesia, no nos presentamos ante el mundo con autenticidad, con la elocuencia de un testimonio convincente, comprobamos que se nos ignora, se nos desprecia, se minusvalora nuestro mensaje, se pisotea un modo de vida que ha dejado de ser realmente levadura en la masa.
Recuperar esta perspectiva exige ser capaces de diluir nuestra persona, dejarnos consumir en favor de los demás y cumplir así lo que define lo que somos y ayudar a los otros a vivir en plenitud. Curiosamente, esa entrega, ese aparente anonadamiento, nos lleva mostrar que todo lo que trasmitimos nos ha sido entregado. Es un don que Dios, en forma de talento, ha puesto en nuestras manos para poder llevarlo a los demás. El hombre que hace suya esta invitación de Dios muestra de veras su gloria, se convierte en perfecto reflejo suyo. La entrega sin medida, el desgaste por los demás, permite vivir en consonancia con la esencia misma de Dios: Él, en sí mismo, es el amor trinitario que se da, un amor en el que cada una de las personas sólo existe para las otras y no se conforma con ser para sí.
El Sermón de la Montaña va a ir desgranando, en las próximas semanas, esta conmovedora e incisiva propuesta que el Señor dirige a sus discípulos de entonces con la intención de que le sigan. Hoy, nos la sigue proponiendo a nosotros y nos plantea un reto: contrastar nuestro modelo de vida, que en el fondo define cómo somos como personas y cómo construimos nuestra sociedad, con el suyo y con su persona. Vosotros sois la sal, vosotros sois la luz, que el testimonio de la acogida de esta propuesta glorifique de verdad a nuestro Padre Dios.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo».