El Papa Francisco ha firmado su primera encíclica apenas tres meses después de su elección. Todo un record. Explicable, porque ha tenido la humildad de asumir un texto preparado casi totalmente por su predecesor, como él mismo explica en la introducción. Benedicto XVI, por su parte, muestra de nuevo su desprendimiento al desapropiarse de un trabajo que ha puesto a disposición de su sucesor. Son las dos caras de una misma gran humildad.
Esta encíclica sobre la fe –en el Año de la fe– nos viene sobre todo con una gran lección puesta de relieve tanto por su peculiar origen, de texto de la pluma de dos Papas, como por uno de los elementos centrales de su enseñanza. Me refiero a la lección sobre la relevancia no ya sólo moral, sino fundamentalmente gnoseológica, de la humildad. Dicho sencillamente: que sin humildad no es posible el conocimiento de lo esencial.
¿Por qué me tiene que hablar Dios a través de Moisés?
La encíclica consta de cuatro capítulos, además de una introducción y una Oración conclusiva. El primero es una presentación de la fe como el camino abierto por Dios mismo al pueblo de la primera y de la segunda Alianza. El segundo profundiza en lo que es la fe, en sus relaciones con la verdad y con el amor. El tercero se centra en las condiciones que hoy, como siempre, hacen posible la fe, es decir, básicamente en su eclesialidad. Y, por fin, el cuarto capítulo explica cómo la fe no se reduce a ser un bien para el creyente, sino que lo es también para la vida en común de todos.
¿Cómo aparece en todo este recorrido, a modo de hilo conductor, la aludida lección central de que la humildad es la condición de posibilidad para un conocimiento capaz de permitir al ser humano una vida personal y comunitaria con sentido?
1. «¿Por qué le ha tenido que hablar Dios a Moisés en lugar de a Juan Jacobo Rousseau?» (n. 14): con esta cita del propio filósofo francés, el Papa pone al descubierto el individualismo orgulloso de quienes no acabamos de comprender el sentido de la fe como camino compartido, como participación en la visión del otro, mediación que permite al sujeto abrirse, saliendo del subjetivismo. ¿Por qué no a mí? ¿Por qué no simplemente Dios y yo? Pues porque «la fe es un don gratuito de Dios que exige la humildad y el valor de fiarse y confiarse para poder ver el camino luminoso del encuentro entre Dios y los hombres, la historia de la salvación» (n. 14). Naturalmente, el centro de esa historia lo constituye la humillación, la kenosis, del Hijo eterno de Dios, nacido de mujer, muerto en la cruz y resucitado para nuestra salvación. La fe consiste no sólo en dar crédito a su testimonio (creerle), sino en acogerle personalmente, viviendo su misma vida: «La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver» (n. 18). «La fe en Cristo nos salva (y no el orgullo de nuestros propios logros), porque en Él la vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde dentro, que obra en nosotros y con nosotros» (n. 20).
2. Hoy se sospecha de la verdad, como si ella fuera causa de intolerancia. Se acepta sólo la verdad tecnológica -la de las supuestas o ciertas utilidades-, o la verdad del sentimiento, la de mis propias verdades. Pero este modo de ver las cosas implica un encerrarse en el yo y en sus limitadas posibilidades; un encierro que va acompañado de un gran olvido, de una falta de memoria profunda acerca de lo que nos precede, del origen de todo y del sentido del camino común hacia su meta (cf. n. 25). Es el olvido de Dios, de la escucha de su Palabra y del deseo de ver su Rostro. Pero la fe nos recuerda la verdad del amor: «La luz de la fe es la de un Rostro (el de Cristo) en el que se ve al Padre» (n. 30).
«El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos» (n. 34).
3. La piedra de toque de la humildad que capacita para la fe y para el conocimiento del misterio de Dios y del hombre se halla tal vez en la eclesialidad. Jesús, sí; Iglesia, no es el eslogan al uso que sirve frecuentemente de coartada al «sujeto autónomo» (n. 39), supuestamente capaz de conocer sólo por sí mismo. Pero el Papa repite con frecuencia –sobre todo en el capítulo tercero– que el verdadero Jesús nos llega por «aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia» (n. 38). Porque, «para transmitir un contenido meramente doctrinal, una idea, quizás sería suficiente un libro. (…) Pero lo que se comunica en la Iglesia, lo que se transmite en su Tradición viva, es la luz nueva que nace con el encuentro con el Dios vivo, una luz que toca a la persona en su centro, en el corazón, (…) abriéndola a relaciones vivas en la comunión con Dios y con los otros» (n. 40). Esto sucede a través de la aceptación humilde del Credo, de los sacramentos, del Decálogo y de la oración. Son «los cuatro elementos que contienen el tesoro de la memoria que la Iglesia transmite». Ellos permiten «salir del desierto del yo autorreferencial, cerrado sobre sí mismo, y entrar en el diálogo con Dios, dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de misericordia» (n. 46).
4. La fe que abre al conocimiento de lo esencial, de todo el arco de la existencia humana, es la fe de los humildes, pero no de los pusilánimes. La fe no estrecha las posibilidades de la vida, sino que, por contrario, las ensancha (cf. n. 53). La fraternidad no se sostiene sólo sobre la igualdad proclamada. La igualdad vivida se alimenta más bien de una fraternidad real entre los hombres, y ésta, a su vez, es expresión de la filiación que la fe conoce: somos iguales, porque somos hermanos; y somos hermanos, porque somos hijos del Dios del Amor (cf. n. 54). Aquí radica la fuerza de la fe para la construcción de una sociedad justa y libre sobre el fundamento de la inalienable dignidad de todo ser humano; una sociedad familiar, basada en el matrimonio verdadero; una sociedad llena de la fuerza de la esperanza, porque permanece abierta a la caridad, al amor sacrificado. «La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche». La oscuridad del sufrimiento no es eliminada, pero sí iluminada por la compañía del Amor de Dios y del amor de los hermanos. El Papa cita aquí a san Francisco, que besando al leproso ilumina y recibe luz; y a la Beata Teresa de Calcuta, que también recibe luz de sus pobres (cf. n. 57). Ese pasaje del Poverello de Asís fue citado muchas veces también por Benedicto XVI; por ejemplo, en su peregrinación a Asís, en 2007, y en otras ocasiones.
Nadie está dispuesto a morir por su fe en el sol
La fe ofrece una luz que no compite con la luz de la razón. Ésta, cuando es humilde, lo sabe. Sabe que ella no es autosuficiente. Sabe que el sol tiene su ocaso, sabe que ella tiene sus límites. La luz de la fe es de otro orden; brilla en la acogida de la revelación del poder del infinito amor divino en la debilidad de la carne de Cristo, resucitado y contemporáneo del creyente por la Iglesia.
El Papa comienza la encíclica con una bella cita de san Justino con la que concluimos, cuando ya quedan pocas semanas para la beatificación de 522 mártires del siglo XX, en Tarragona, el próximo 13 de octubre. Decía el santo filósofo y mártir, refiriéndose a los paganos: «No se ve que nadie estuviera dispuesto a morir por su fe en el sol», cuyos rayos no pueden llegar hasta las sombras de la muerte. Pero son muchos los que han preferido morir a renunciar a la luz de la fe en la verdad del amor de Dios. Ellos son los verdaderos sabios.