Sine Dominico, non possumus... - Alfa y Omega

En la localidad de Abitene, en la actual Túnez, se sorprendió a 49 cristianos que celebraban la Eucaristía del domingo. Una vez arrestados, fueron llevados a Cartago para ser interrogados. Emérito, al ser preguntado por qué razón habían violado la orden del emperador, contestó que, «sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía, no podemos vivir, nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades cotidianas y no sucumbir». Con el derramamiento de su sangre, confirmaron su fe, sus vidas de gracia. Era el año 303. El Martirologio del siglo XX está lleno de narraciones conmovedoras de celebraciones clandestinas en campos de concentración. Un ejemplo reciente nos lo aporta el cardenal Van Thuân en su obra Testigos de esperanza, donde nos relata cómo celebraba la Eucaristía durante los trece años en que estuvo preso en un campo de reeducación vietnamita: «Diariamente, con tres gotas de vino y una de agua en la palma de la mano, celebré la Misa. ¡Éste era mi altar y ésta era mi catedral!». Apoyándose sólo en Dios, supo sobrevivir a nueve años de aislamiento en una celda sin ventanas, lo que le llevó a comprender que, si en el cumplimiento cotidiano de los deberes está la voluntad de Dios, en la celebración eucarística está Dios mismo presente, ofreciéndonos el pan de Vida, el pan de la Esperanza; el que nos enseña que, «si uno come de este Pan, vivirá para siempre». Su testimonio no deja lugar a la duda: «¿Podré seguir celebrando la Eucaristía?». Ésta fue la pregunta que se hizo nada más llegar al campo de concentración. La misma que más tarde le hicieron todos los fieles que con él estaban. La única pregunta que quizá nosotros, cristianos de a pie, no nos hagamos nunca. Tras la caída del muro de Berlín, en una Asamblea del Sínodo de los Obispos, un religioso húngaro subrayó que la Biblia que leen los llamados alejados de la Iglesia es la vida de los cristianos, lo que me hace ver que nuestra existencia, nuestro ejemplo, puede ser la única Eucaristía de la que se alimenta el mundo que no conoce al Dios de los evangelios. De ahí que me pregunte: ¿cómo hacer visible la presencia permanente del Resucitado?; ¿cómo vivimos y entendemos la Eucaristía? Y nos lo debemos plantear aun a sabiendas de que, hoy en día, ser almas de Eucaristía y de oración no cotiza en el boulevard de la fama, como no lo hizo aquella Luz pascual que germinó, bajo tierra, durante la tempestad. Una luz eucarística que nos sigue ofreciendo hoy, como ayer, razones para vivir y esperanza para morir. No podemos negar que, a lo largo de la Historia, la Iglesia ha vivido muchos momentos de especial dificultad para comunicar que su misión fundamental consiste en anunciar la Palabra, celebrar los sacramentos y realizar el servicio de la caridad. Quizá no ha sabido o no ha podido incidir en que la Eucaristía debe ser el centro y la raíz de la vida cristiana. Pero la Historia también nos enseña que no ha sido ni el marketing, ni las estrategias de los despachos curiales, lo que ha roto las hostilidades del ambiente, sino el ejemplo de millones de vidas anónimas que, con la gracia del Espíritu Santo, han hecho de su existencia una entrega a Dios y a los hombres.

Juan Obarrio