La paz es el problema de los problemas, porque la guerra genera todos los males y vierte su veneno de odio y violencia por todas partes. La alternativa es reanudar el trato con buena voluntad y respeto a los derechos de los demás. No debemos dejar de creer que podemos llegar a entendernos. No es ingenuidad, sino responsabilidad. Toda guerra es siempre «un fracaso de la política y de la humanidad […], una derrota frente a las fuerzas del mal», dice en Fratelli tutti el Papa Francisco. Él ha querido unir las palabras a los hechos, como en el caso de la atormentada Ucrania. Me hizo el honor de encargarme —como su enviado— que llevara personalmente su preocupación por la paz y las cuestiones humanitarias tanto a Kiev como a Moscú. Tuve ocasión de hablar con los gobernantes, de visitar lugares trágicos como Bucha, de rezar por la paz en santuarios significativos para los creyentes ucranianos y rusos. El Santo Padre me envió también a Washington y a Pekín para discutir sobre el futuro del conflicto, nacido de la invasión rusa. La paz requiere la contribución de todos.
He visto que hay hilos tenues a favor de la paz y el ejercicio de la humanidad: tenues pero reales, desafiados por la ausencia de un diálogo que los refuerce. Es necesaria mucha insistencia y la convicción de que el destino es la paz, no la guerra ni la injusticia. La paz tiene la primacía en nuestros pensamientos y acciones. No es solo la urgencia del momento la que nos lo impone, sino la propia naturaleza de la Iglesia. Clemente de Alejandría llamaba a la Iglesia «pueblo de paz». Es el pueblo al que Jesús se la confía. La paz es Él mismo crucificado y resucitado. Sabemos lo amplio que es el sentido bíblico de la expresión «paz», que a menudo se reduce a «vida tranquila» o «bienestar individual». Oímos con fuerza y para todos el imperativo de comunicar el Evangelio de la paz en un mundo sumido en las tinieblas y anhelante de luz.