Este verano daré un salto de dos días a Los Pirineos. Los Montañeros de Santa María me han pedido que les presente, en un campamento de familias, la exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia. Lo estoy haciendo por doquier, y lo considero una tarea urgente y primordial. Precisamente fue en un campamento de los Montañeros donde con apenas 18 años di a mis amigos una catequesis sobre la misión del Papa en la Iglesia. A pesar de mi escasa formación entendí que con los sucesores de Pedro el Señor establecía uno de los principales instrumentos de la unidad en la Iglesia, y de su fidelidad no solo al legado de la fe recibida, sino también a los impulsos del Espíritu en cada momento de su historia. Tanto fue mi entusiasmo que desde entonces, con 27 años de sacerdocio a la espalda, no he dejado jamás de estudiar y de presentar del modo más pedagógico a mi alcance todas y cada una de las encíclicas y casi todas las exhortaciones apostólicas de san Juan Pablo II, Benedicto XVI, y Francisco, además de algunos de los más actuales documentos de san Juan XXIII y del beato Pablo VI.
Pero hoy me parece una labor de una urgencia incuestionable. No tanto porque la pasión por una Iglesia más pobre, más libre y más amable de Evangelii gaudium me fascine; o porque el mensaje profético de Laudato si me sobrecoja, o porque el novísimo modo de mirar a los hombres y las familias de hoy de Amoris laetitia me conmueva, sino porque por primera vez en mi vida veo que sabios doctores, clérigos impolutos y grupos de fieles lo cuestionan, o lo ridiculizan, o lo que es aún peor, lo manipulan. Les aterra que este Papa, como todos los anteriores y todos los que vendrán, no solo sea fiel al legado de la fe y de la tradición, sino también a los signos de los tiempos y a la escucha de «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo» como reza el inicio de la Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II.
Me apena observar el inútil empeño de querer callar a Pedro hoy, y me solivianta que además venga de quienes se presentan como adalides de la ortodoxia. Dicen que en pocos años, cuando pase este pontificado «las aguas volverán a su cauce». ¡Que irrealidad! Jamás el Espíritu Santo ha permitido que las aguas vuelvan a su cauce, porque el río de la evangelización siempre derriba los viejos muros del temor, levanta nuevos puentes del encuentro, y riega nuevas tierras geográficas y existenciales para Cristo.