Si quieres, puedes hacerme como Tú - Alfa y Omega

Si quieres, puedes hacerme como Tú

Domingo de la 6ª semana del tiempo ordinario / Marcos 1, 40-45

Jesús Úbeda Moreno
'Cristo cura al leproso'. Atribuido a Pieter de Jode I. National Gallery of Art, Washington (Estados Unidos)
Cristo cura al leproso. Atribuido a Pieter de Jode I. National Gallery of Art, Washington (Estados Unidos).

Evangelio: Marcos 1, 40-45

En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:

«Si quieres, puedes limpiarme».

Compadecido, extendió la mano y lo tocó, diciendo:

«Quiero: queda limpio».

La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente:

«No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio».

Pero, cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo, se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes.

Comentario

El primer capítulo del Evangelio de Marcos ilustra y culmina la misión del maestro con el milagro de la curación del leproso. En contraste absoluto con el trato practicado con los leprosos de la época, Jesús vence todos los prejuicios culturales y normas cultuales que exigían mantenerse a distancia de un leproso y que le excluían de la comunidad. No solo se acerca y le toca, sino que le sana. De esta forma está introduciendo una novedad total ya que en vez de separar y expulsar, Jesús acoge y sana. Sorprende la sencillez y la audacia de la fe del enfermo que se acerca humildemente a Jesús confiando incondicionalmente en Él y le dice: «Si quieres, puedes limpiarme». (Mc 1, 40). Ante tal disponibilidad y confianza el Señor escucha la súplica, se compadece, le toca con la mano y le responde: «Quiero, queda limpio» (Mc 1, 41). Jesús le pide que no diga nada a nadie porque no quiere ser confundido con un taumaturgo milagrero, lo que sería una reducción parcial y superficial de su ministerio salvífico; pero que sí vaya a presentarse al sacerdote para cumplir con lo que prescribe la ley de Moisés. Jesús no ha venido a abolir la ley sino a darle plenitud (cf. Mt 5, 17), no niega la autoridad de la ley, sino que la lleva a cumplimiento en su propia vida con el anuncio y la instauración del Reino de Dios, de la que es signo el milagro obrado. El leproso, al ser curado, es reintegrado social y religiosamente a la comunidad de donde había sido expulsado por impuro.

Quizá hoy el ejemplo de la enfermedad de la lepra nos resulte un poco lejano. Sin embargo, sí existen numerosas situaciones similares con las mismas consecuencias existenciales. La marginación por diversas causas sigue estando presente en nuestras sociedades y hace sufrir a muchas personas. El Papa Francisco lo ha denominado «cultura del descarte». El Maestro nos ha mostrado el camino para cambiar esta cultura acercándose a cada uno de nosotros que también éramos unos «descartados», ya que todos habíamos pecado y estábamos privados de la gloria de Dios (cf. Rm 3, 23). Pero el Señor ha entregado su vida para que tuviéramos vida y vida en abundancia (cf. Jn 10, 10).

Jesús no ha dudado ni un instante, y aunque hubiéramos sido la única persona en este mundo habría muerto por nosotros. Con su sacrificio de amor en la cruz nos ha devuelto la amistad con el Padre y nos ha reintegrado en la comunión divina. Esta es la fuente del cambio de la cultura: experimentar cómo Cristo nos ama, nos acoge y nos sana. En la medida en la que uno recibe el don inconmensurable de la misericordia del Padre que nos alcanza por Cristo en la Iglesia, se convierte en artífice de la cultura del abrazo; donde cada uno prolonga en la historia y en la vida de los demás el abrazo incondicional recibido.

Como siempre y como no podía ser de otro modo, lo único que nos pide el Señor es nuestra disponibilidad; la cual tenemos que pedir al Espíritu Santo: «Si quieres, puedes limpiarme». Todos necesitamos limpiarnos, purificarnos, porque «todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo, como Él es puro» (1 Jn 3, 3). La relación con Cristo, la familiaridad creciente al verle actuar en nuestra vida nos introduce en un deseo que se expresa en una petición de ser como Él, de vivir y amar como Él. Si quieres, puedes hacerme como Tú. ¡Quiero vivir como Tú! No hay otra cosa que desee más en mi vida.

Porque cuando vivimos conforme a su voluntad somos infinitamente más felices, y Dios quiere que seamos felices. Por eso nos envía a su Hijo y a su vez envía a la Iglesia para que pueda hacer posible la continuidad de su presencia salvadora y sanadora. Así lo expresa la liturgia: «También hoy, como buen samaritano, se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza» (Prefacio común VIII). Los que hemos sido alcanzados por su misericordia somos las manos que siguen acercándose a todos aquellos que necesitan ser sanados y salvados. Unas manos que son continuamente purificadas e inundadas de su infinito amor para poder así llevarlo a todos los que le esperan y le necesitan. ¡Y qué alegría tan grande poder hacerlo!