Si no existiesen los abuelos, habría que inventarlos - Alfa y Omega

A los abuelos hay que quererlos mucho, pensarlos, recordarlos y, si tenemos la suerte de tenerlos aún con nosotros, mimarlos, llamarlos a menudo, ir a merendar con ellos, aprender alguna de sus recetas y escuchar sus consejos. Vamos, que a los abuelos hay que cuidarlos mucho y de verdad, así de sencillo. Ni más ni menos. Y hay que hacerlo porque son una de las cosas más importantes de nuestras vidas y de las más bonitas de la creación, aunque, muchas veces, por el ritmo que llevamos o por estar a otras cosas no nos demos cuenta. Es por eso que el 26 de julio, en su fiesta, san Joaquín y santa Ana, sería un buen día para darnos a ellos y pasar la tarde juntos, llevándoles unos dulces, que a nadie amargan, salvo diabetes.

Me preocupa mucho la situación y la deriva de la sociedad actual en muchos sentidos, y la relación con nuestros mayores, olvidados y omitidos no pocas veces, me preocupa con verdadera obstinación. Por mi profesión he conocido casos y casos de auténtico abandono. Siempre digo que el derecho de familia es complicado emocionalmente hablando, pero cuando hay menores o mayores de por medio es especialmente fangoso. Aunque no es menos cierto que, en esta materia, el abogado y los profesionales pueden —y deben— hacer una mayor y tan necesaria labor pastoral o tuitiva, intentando que las familias vean que la unión hace la fuerza o que, al menos, la rupturas de vínculos pueden ser más llevaderas si uno pone un poco de su parte. Eso sí, aún nos queda mucho trabajo por hacer para entender que los niños son lo primero. Lo verdaderamente triste es que en mi tiempo de ejercicio profesional ya he visto de todo, como suele decirse, pero uno de los casos que más me impresionó fue el de una abuela a la que su propia hija le prohibió relacionarse con sus nietas como medida de presión —económica—. Triste.

Pero no dediquemos más líneas a ello, por favor. Hoy lo de los abuelos —hoy y siempre—, debe ser motivo de celebración, pasión, reflexión, alegría y felicidad. Quizá, cierta nostalgia. Y orgullo, mucho orgullo. Porque aquello de Proverbios 17: 6 de «Corona del anciano son sus nietos», ha de leerse y entenderse recíproco. Abuelos orgullosos de sus nietos y nietos orgullosos de sus abuelos. Y digo que la festividad de san Joaquín y santa Ana es un día de alegría y felicidad porque yo nunca he visto a nadie marcharse de casa de sus abuelos ni con cara triste ni con la barriga vacía. Esta festividad devolvámosles todo ese cariño que a lo largo de nuestras vidas hemos recibido de ellos. Hagámoslo casi como acto rebelde, como protesta al tiempo que muchas veces nos roba nuestra vida injustamente, al cansancio que teníamos aquel día en que no les dimos un telefonazo. Una llamada, un mensaje de WhatsApp si tienen abuelos modernos, una visita con merienda y película. Quizá por una tarde vuelvan aquellos años cuando veíamos Sonrisas y lágrimas con ellos o alguna del oeste, o Saber y ganar, o escuchábamos rancheras. Quizá todo vuelva a oler a infancia, porque las casas de nuestros abuelos huelen un poco a aquellos tiempos.

Hace uno tiempo leí un artículo de Arturo Pérez-Reverte que habla de todo esto, pero mucho mejor. Habla del paso del tiempo, del cariño, del amor y de la devoción de nuestros abuelos por nosotros y, además, me emociona con cada lectura. El texto se titula «El cubo de plástico rojo» —búsquenlo— y en él nos narra la historia que ve en un puerto de mar, y que podría ser la de muchos. Un abuelo y un nieto, una caña de pescar, un cubo de esos de playa con un par de presas capturadas, en fin, la historia de unas vacaciones de verano. El artículo cuenta cómo, en determinado momento, el abuelo le pasa una mano por la cabeza del crío, que se la sacude y quita molesto, al ver incordiada su concentración pesquera. Entonces Pérez-Reverte nos dice que «El jubilado sonrió, encogiéndose de hombros, luego sacó un cigarrillo y lo encendió, sin prisas. —De mayor —me dijo— va a ser la leche». Y yo pienso que en ese pasarle la mano por el pelo, en ese orgullo de abuelo, en ese «de mayor va a ser la leche» está contenido, condensado y encerrado todo el amor del mundo. Porque los abuelos nos quieren como si no hubiese mañana, un amor incondicional combinado con, y esto es quizá lo más tierno, esa gruñonería y refunfuñonería fernangomesiana que, con los años, se han ganado el derecho a poseer en exclusiva.

En apenas unos días nacerá mi primera sobrina que graduará, inevitablemente, como abuela a mi madre y como abuelo a mi padre. La vida en marcha, qué felicidad eso. Y yo solo puedo darle gracias a Dios, por eso y por todos los abuelos del mundo. Porque si no existiesen, habría que inventarlos.

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