Cuentan que un día un anciano llevó su móvil a reparar convencido de que estaba estropeado. El dueño de la tienda, tras inspeccionar el aparato, le dijo: «Señor, este móvil no está dañado, funciona perfectamente». El anciano, con lágrimas en los ojos, le respondió: «Si no está dañado, entonces, ¿por qué nadie me llama?».
Esta triste historia es un reflejo de la situación de soledad de muchos de nuestros mayores, especialmente durante estos días de forzosa reclusión. Duele en el alma ver cómo sus vidas transcurren sin ningún aliciente. Algunos ancianos, a pesar de que no viven solos, se sienten invisibles: no les dejan tomar decisiones ni opinar. Se les arrincona como los trastos viejos e inservibles. Otros son abandonados en residencias donde apenas reciben llamadas telefónicas y las visitas son inexistentes. Muchos ya no recuerdan qué es una charla distendida, una palmadita en la espalda o un abrazo.
La soledad es una gran epidemia del siglo XXI, se extiende silenciosamente y ya afecta a una gran parte de la población occidental, en especial a los ancianos. En España, por ejemplo, más de 850.000 personas mayores de 80 años viven solas. En 2019, los bomberos de Barcelona tuvieron que irrumpir en 141 domicilios para rescatar a ciudadanos que habían fallecido, completamente abandonados, en sus casas. Casi todos superaban los 60 años.
En este tiempo de Cuaresma y mientras dure el Estado de alarma decretado por el Gobierno, estemos cerca de las personas más vulnerables: nuestros mayores. Tomando las precauciones exigidas por las autoridades sanitarias, ofrezcámonos a nuestros vecinos más vulnerables para ir a comprar lo que necesiten, para sacar la bolsa de la basura o para pasear a sus perros.
Ayudar a los ancianos no es solo un gran acto de amor, sino también una de las limosnas más exigibles a personas que ahora se ven limitadas por la edad o por la enfermedad. ¿Por qué no dedicamos 15 minutos diarios a llamar a aquellas personas solas que tenemos más cerca: una vecina de edad avanzada que vive sola, una tía-abuela que vemos muy de vez en cuando o, incluso, a nuestros padres?
Ofrecer nuestro tiempo es un precioso regalo, muy difícil de encontrar y de recibir. No es el obsequio más regalado, pero sí el más preciado. El Papa Francisco quiere que nuestros mayores no sean descartados en nuestra sociedad, y además nos advierte: «El anciano somos nosotros: dentro de poco, dentro de mucho, inevitablemente, aunque no lo pensemos». Efectivamente, si Dios quiere, todos algún día podemos llegar a ser ancianos.
Queridos hermanos y hermanas, descubramos en la soledad de las personas y, en particular, de nuestros ancianos, una oportunidad para dar amor y recibirlo. Acompañémoslos y ayudémosles no solo durante estos días convulsos, sino siempre. Escuchemos sus historias, regalémosles nuestro tiempo y, entonces, como nos dice el profeta Isaías: «Surgirá una luz como la aurora, […]. Aclamarás al Señor y te responderá, pedirás ayuda y te dirá: “aquí estoy”» (Is 58, 8-9).