En el aborto provocado –afirmaba, con la fuerza conmovedora de la verdad, san Juan Pablo II, hace justamente veinte años, en la encíclica Evangelium vitae–, «a quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido». ¡Con qué facilidad cierran tantos sus ojos a la evidencia de la realidad de este crimen abominable, como lo califica el Concilio Vaticano II!
El no nacido «se halla totalmente confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo, a veces es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e incluso la procura», y añade también el Papa que «la mujer, no raramente, está sometida a presiones tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: en este caso, la responsabilidad moral afecta particularmente a quienes directa o indirectamente la han forzado a abortar». Y en especial «también son responsables médicos y personal sanitario cuando ponen al servicio de la muerte la competencia adquirida para promover la vida».
En el aborto provocado, sí, se pone de manifiesto una ceguera absoluta ante la verdad maravillosa de todo ser humano, ceguera tan terriblemente contagiosa que ha llegado a afectar a sociedades enteras. Lo diagnosticó, hace ya muchos años, don Julián Marías, afirmando que «el mayor mal de nuestro tiempo» no era el aborto, sino «la aceptación social del aborto». Y de tal modo, que se ha podido llegar hasta el punto de ridiculizar la defensa que hace la Iglesia de los niños por nacer, como el Papa Francisco explica bien claro en la Exhortación Evangelii gaudium, al referirse a «los débiles que la Iglesia quiere cuidar con predilección», entre los que destacan «los niños por nacer, los más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy se les quiere negar su dignidad humana en orden a hacer con ellos lo que se quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda impedirlo», a lo que el Papa no duda en añadir que, «a menudo, para ridiculizar alegremente la defensa que la Iglesia hace de sus vidas, se procura presentar su postura como algo ideológico, oscurantista y conservador». No podían definirse mejor a sí mismos quienes así juzgan a la Iglesia.
Es la ceguera total que ya no puede reconocer en lo más mínimo la sagrada dignidad de todo ser humano, que en cambio resplandece a esa Luz que todo lo ilumina, la que lleva a la Iglesia, como se dice en nuestra portada de este número de Alfa y Omega, a custodiar la vida, ¡y con el máximo cuidado! ¿La razón? La da con toda nitidez san Juan Pablo II, en la Exhortación Christifideles laici, de 1988, al decir que tal dignidad «manifiesta todo su fulgor cuando se consideran su origen y su destino. Creado por Dios a su imagen y semejanza, y redimido por la Sangre de Cristo, el hombre está llamado a ser hijo en el Hijo y templo vivo del Espíritu; y está destinado a esa eterna vida de comunión con Dios, que le llena de gozo». No son ensoñaciones, es la Verdad que llena de sentido la vida. Sin Ella, al final, comamos y bebamos, que mañana moriremos…
No exageraba el Papa Juan Pablo II, en su Carta a las familias, de 1994, al afirmar que «nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la civilización. La afirmación de que esta civilización se ha convertido, bajo algunos aspectos, en civilización de la muerte recibe una preocupante confirmación». Más aún una década y media después, cuando Benedicto XVI, en la encíclica Caritas in veritate, de 2009, tras denunciar que, «en los países económicamente más desarrollados, las legislaciones contrarias a la vida están muy extendidas y han condicionado ya las costumbres y la praxis, contribuyendo a difundir una mentalidad antinatalista, como si fuera un progreso cultural», y advertir que «la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica, en el sentido de que implica no sólo el modo mismo de concebir, sino también de manipular la vida, cada día más expuesta por la biotecnología a la intervención del hombre», dice con toda razón que «no han de minimizarse los escenarios inquietantes para el futuro del hombre, ni los nuevos y potentes instrumentos que la cultura de la muerte tiene a su disposición».
¡Cómo no defender íntegramente toda vida humana! Y, por tanto, la familia: ahí donde se custodia. «Ese No atroz a la vida» que es el aborto –decíamos en estas mismas páginas con ocasión del 22-N– «es directamente proporcional al No a la familia. Como el Sí a la familia está en relación directa con la vida». El Sí, en definitiva, al amor. Justo lo que reclama todo corazón humano, y cumple en plenitud la vida.