Estos días se han hecho virales las imágenes de una reportera de televisión persiguiendo a personas en la playa por no usar mascarilla. Sin entrar en el debate sobre la exigencia de llevarla al aire libre aun cuando se garantiza la distancia –y mientras que en otros entornos se puede quitar–, la anécdota ilustra un grave problema: preferimos señalar al vecino que mirarnos en el espejo y hacer autocrítica.
Ya en el confinamiento proliferaron en España los policías de salón que, desde su ventana, controlaban a los vecinos que paseaban varias veces al perro o iban a diario a la compra, y ahora muchos andan obsesionados con quién cumple el toque de queda o con el modelo de mascarilla de los demás. Lo malo es que reducen la actitud frente al coronavirus a cumplir o no unas normas que han ido cambiando sobre la marcha y que, en ocasiones, son arbitrarias.
En un escenario de cierto optimismo por las vacunas, mas todavía incierto, conviene recordar que hay que cumplir las leyes, claro, pero también que, más allá de lo que dicten estas, hacen falta responsabilidad, sentido común y prudencia. Antes de lanzarse a la yugular del vecino, hay que plantearse si uno se cuida para cuidar así a los demás.