«El hombre es un lobo para el hombre». Esta frase harto conocida que se lee en Hobbes, da cuenta de la ferocidad lupina de nuestros debates. Lo llaman batalla cultural, indicando el ciego callejón de una victoria sin prisioneros. Ahí el entendimiento ya es instrumental; solo sirve para jalear al propio bando. Nada queda en él de su originaria función de adentrarse en lo desconocido. Pero esa sentencia pertenece a Plauto, y su mayor extensión original abre un tragaluz de esperanza: «El hombre es un lobo para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro». En medio de esta contienda, en un momento en el que la extenuación detenga la catarata de etiquetas e insultos, quizá salga a relucir el rostro de los otros despojado de las fieras máscaras, haciéndonos salir de nuestras trincheras, como en la película francesa Joyeux Noël.
Algo parecido puede intuirse en el último libro de Alain Finkielkraut, En primera persona, que ha publicado recientemente Encuentro. Después de numerosos ensayos, se ofrece a sí mismo no para «rebajar el conocimiento a confesión», puesto que lo que sigue «buscando todavía y siempre es la verdad de lo real». Lo que pretende es superar el mero pensar para existir en lo que se piensa (Kierkegaard).
Comienza por sus años de rebeldía en el Mayo del 68, donde trataba de zafarse de la despersonalización: «Se celebraba la liberación sexual, se afirmaba con un tono perentorio que todo es política. Este se me había tomado bajo su amparo […]: lo poco que yo sabía de la vida en virtud de la experiencia y mis lecturas desmentía silenciosamente sus fórmulas definitivas». De ese desencanto personal y del encuentro con Levinas nacerá su propia visión del amor, hoy ya incomprensible: «El amor muere cuando la proximidad se apacigua en la fusión. La relación con el Otro es mejor como diferencia que como unidad».
Seguirá su travesía en torno a la cuestión judía. De padre superviviente en Auschwitz, tratará de huir del confort y buscar la verdad entre las pegajosas categorías de propalestinos y sionistas. Se hará heredero del nunca más de la posguerra, sin dejarse cegar por el amor: «Como no tengo que ver lo que creo, pero sí creo lo que veo, abogo desde pronto hará 40 años en favor del fin de la ocupación y de la solución de los dos estados […], el statu quo es un señuelo que disimula la putrefacción continúa de la situación». Con la misma serenidad intelectual recibirá a Heidegger pese a su escándalo antijudío.
No dudará en resaltar el valor personal de sus encuentros con Foucault y Kundera: el empeño crítico del primero le ofrecía una humildad filosófica, que la capacidad literaria del segundo trataría de desarrollar. Vuelto hacia los grandes de la literatura, redescubrió la perenne verdad que los convertía en clásicos: «Los grandes libros nos leen […]. Provisto de ese viático podría arriesgarme a la exégesis».
Buscará el presente en un cierto pasado. Porque el movimiento identitario destroza toda posibilidad de acceso a la realidad: «Lo cultivado desaparece en lo cultural, y lo que caracteriza a esta nueva entidad es su facultad de englobar. Sin dejar la migaja más pequeña a la naturaleza, cubre todo el campo de la experiencia, se traga glotonamente la integralidad del fenómeno humano».
En Péguy encontrará el instrumento para «liberarnos de alternativas sumarias, [que] nos devuelve a nosotros mismos», recobrando la esperanza en «un despertar y un sobresalto humanos […] de que la política, […] el amor mundi, recupere sus derechos […]. Mientras espero este acontecimiento improbable no hay nada que ocupe tanto mi corazón».
Cor ad cor loquitor, decía el lema de Newman.
Alain Finkielkraut
2020
102 páginas
14 €