Roma y la barbarie - Alfa y Omega

Le debía un artículo a Roma. En el primero que escribí me dejé llevar por mi desasosiego y volqué en él toda mi impaciencia. Entre unos estudios y otros, por aquel entonces llevaba yo 14 años de cursos universitarios. Solo tenía ganas de acabar. Esta ciudad es incompatible con las prisas, la eficiencia y la puntualidad. Y esto aún lo mantengo. 

Porque Roma es la ciudad eterna. Claro, que su eternidad no tiene nada de divino. Es humana, demasiado humana. Aquí se perpetúa lo pasajero y se inmortaliza lo pretérito. El presente de la vida laboral y el futuro de los transportes modernos tropiezan una y otra vez con el pasado. Edificios inhabitables. Templos de dioses huidos. Fachadas desconchadas. Roma es la ciudad que fue. Quevedo —el de verdad— tuvo esa misma sensación hace casi 500 años:

«Buscas en Roma a Roma ¡oh, peregrino! / y en Roma misma a Roma no la hallas… / ¡Oh, Roma en tu grandeza, en tu hermosura, / huyó lo que era firme y solamente / lo fugitivo permanece y dura!».

El poeta vino a buscar una ciudad que nunca pudo encontrar, porque ya se había ido. Pero precisamente así dio con la esencia de este lugar: de Roma solo se ve su fuga. Por eso, paradójicamente, la pierden de vista todos aquellos que la creen encontrar. Piensan que Roma es esa Fontana de Trevi que captan con sus teléfonos móviles o ese Panteón y esas piedras que quedan del Coliseo. Todas esas parejas de enamorados creen que eso que tienen a simple vista es Roma porque lo han visto en redes: todo el mundo hace las mismas colas para a hacerse las mismas fotos, en rigurosa aplicación del algoritmo de Instagram. No se dan cuenta del contraste. Fotografían su naciente amor junto a un inmenso mausoleo. De ese modo, estas parejas pierden la gran oportunidad que esta ciudad les brinda.    

Porque, es cierto, amar a alguien —escribió Gabriel Marcel— es decirle: «Tú no puedes morir». Pero si no se quiere caer en un romanticismo tonto, es necesario haberlo dicho con plena conciencia de que el otro morirá. No se puede amar sin pretender que dure para siempre; pero somos mortales y la muerte es separación. Ni siquiera esos grandes amantes de la historia que se quitaron la vida a la vez pudieron morir juntos. Cleopatra y Marco Antonio, Romeo y Julieta, Tristán e Isolda… vivieron esa separación. Amar a alguien significa no estar dispuesto a perder a quien se sabe que, antes o después, se perderá. «¿Serás, amor, un largo adiós que no se acaba?», escribió Salinas. El amor es, en cierta manera, una rebelión contra la separación. Es una lucha de fuerzas contra la muerte, como dice el Cantar de los Cantares. Se ama de verdad cuando se hace para siempre, lo cual es imposible en nuestra condición. El amor es el mayor intento cósmico con medios insuficientes. Y, aun así, una y otra vez volvemos a intentarlo, y una y otra vez volvemos a sentirnos estafados por la muerte cuando llega.

Algo así debió pensar Bernini al esculpir la historia de Apolo y Dafne de Villa Borghese. Cuando se la rodea en la correcta dirección, el mármol narra la persecución. Tanto es así que, al comienzo, uno llega a pensar en la posibilidad de que esta Dafne de mármol consiga escapar de su trágico destino. Pero es solo un truco. Es solo la ilusión del movimiento. La historia estaba grabada en piedra.  Por muchas vueltas que se dé a la escultura, todas las veces Apolo pierde a Dafne precisamente por haberla alcanzado. Porque si se hubiera abstenido de su deseo, jamás la habría perdido.

No hay amor que no se tenga que medir con la pérdida. Y por eso tiene que estar a la altura de la pérdida. El amor tiene que mesurarse con la muerte. Tiene que haber merecido la pena haber empleado la vida, porque se tiene que haber gastado la vida en ello. No se puede amar de cualquier manera. El amor se debe construir como dijo Goethe que trabajaron los arquitectos de todos los siglos en esta ciudad: «Aquellos hombres trabajaban para la eternidad; todo estaba calculado menos la insensatez de los devastadores, ante la que todo cede» (da igual si blanden espadas o teléfonos móviles). Estos constructores empeñaron sus vidas en provocar la aspiración a la eternidad de las infinitas personas que pasarán por esta ciudad.

Así, a la Ciudad Eterna se va a plantar cara a la muerte y a la barbarie. Su monumental fugacidad está llamada a ser la piedra de toque en las relaciones. Rodeado de la decadencia y caducidad de todas las generaciones europeas, atrévete a decirle a tu amada: «Tú no puedes morir». Esto es, «tú eres eterna, tú tienes un valor eterno y te lo mostraré al dedicarte mi única vida. Sí, engordaremos este inmenso cementerio, pero nuestra única vida será un reclamo infinito al cielo». Porque fuerte debe ser el amor como la muerte.

Roma no es romántica. Es el antídoto contra el romanticismo. Quizá por ese mismo motivo esta sea la mejor ciudad para venir enamorado. Si a París uno tiene que ir a provocar el enamoramiento con el ilusionismo de esas luces que fingen la hermosura de un amasijo de hierro y de esas salsas que disfrazan de gourmet la suela de un zapato; si a Oporto se va a ahogar una relación en el pesimismo del fado y la hesitación de sus vinos añejos… entonces, a Roma se viene ya enamorado, a mesurar el amor con el ocaso.