Percibimos síntomas de un renacimiento católico. No me refiero solo al estreno de Los domingos, una muy notable película, ni al flamante disco de Rosalía, cuya fe personal me importa poco. Aludo, en cambio, al número esperanzador de bautizos de adultos en Francia y a la salud de determinados movimientos en las grandes urbes españolas, por ejemplo. No faltarán quienes señalen la escualidez de los signos. Pero tal vez estos sean como la luz que se filtra a través de una rendija, a veces suficiente para iluminar una gruta, o como el pábilo que, aun vacilante y medroso, consigue apagar una oscuridad. ¿Acaso podemos desdeñar los conatos, por modestos que sean? ¿No deberíamos interpretarlos, más bien, como felices interrupciones del curso de la historia?
La identificación de los motivos es desafiante incluso para nuestros mejores pensadores. ¿No había perecido la religión a manos del desarrollo tecnológico? ¿No había anunciado Nietzsche la muerte de Dios? El contexto no sugería un resurgir, sino una caída; no una resurrección, sino un naufragio. La fe regresa al ágora cuando parecía condenada a las catacumbas, se erige en moda cuando parecía llamada al ostracismo. ¿Y si el porvenir de los católicos consistiese, más que en las minorías creativas, en la mayoría creciente? ¿Y si la apostasía constituyera apenas el preludio de la conversión?
Creo que la razón de este resurgimiento es histórica y que concierne a la cesura abierta entre nuestra época y la anterior. Mientras la modernidad se fundaba en un optimismo, la posmodernidad se disuelve en una desolación. Mientras aquella prometía un edén, esta registra cotidianamente, con precisión cartográfica, los contornos del infierno. Hiroshima apagó el entusiasmo científico. Auschwitz clausuró el fervor ideológico. Los horrores de ambas guerras mundiales no solo revelaron el titanismo como pecado, sino también, fundamentalmente, como utopía: el ser humano no puede procurarse a sí mismo la salvación que anhela. Si las ideologías modernas nacieron de una fe desmesurada en el hombre, las posmodernas fantasean con su abolición. El ecologismo desea un regreso al «equilibrio» prehumano. El transhumanismo, un futuro poshumano, liberado de la fragilidad y de la carne, del drama y de la muerte. La salvación del mundo exigiría la desaparición del hombre; la redención del hombre, su superación. ¿Cómo negar a estas alturas que el rasgo de nuestro tiempo sea la orfandad? Habitamos la intemperie de una promesa defraudada.
Nada es más propicio que la desolación para sembrar una esperanza. Nadie suspira por la alegría como el desesperado, nadie por un padre como el huérfano. Gabriel Marcel, existencialista cristiano, recoge esta intuición en un claroscuro: «Cuanto menos se experimenta la vida como cautividad, menos será capaz el alma de ver brillar esta luz velada, misteriosa, que está en el hogar mismo de la esperanza». Las esperanzas más firmes casi arraigan en eriales. Según la razón paradójica de Dios, el yermo es vergel y la tragedia es ocasión. En el corazón mismo de la miseria, el hombre contemporáneo puede abrirse a una misericordia. El cuerpo que se desangra pide a gritos el milagro repentino, la intervención salvífica. En realidad, la posmodernidad ya ha recorrido la mitad del sendero: una vez reconocida, contra la modernidad, la insuficiencia del hombre, solo le queda afirmar, contra sí misma, la suficiencia de Dios.
Descartado ese optimismo que aguarda la redención del hombre por el hombre, la elevación del ser humano por la técnica, la conquista del cielo en la tierra, hemos de aferrarnos a una esperanza distinta, quizá más humilde: su objeto no son los afanes de la criatura, sino el amor gratuito, sobreabundante, escandaloso del Creador, que se encarna entre pastores y animales, al calor de hedores indignos de una deidad. Por tenue que se nos antoje, el resurgimiento católico es también, ante todo, un estímulo para abandonar el pesimismo, que juzga los resultados del tiempo, y abrazar la alegría, cuya razón profunda es la presencia de Dios en el mundo, manifestada dentro un portalillo 2.000 años atrás. El acontecimiento de Belén alumbra para siempre cada rincón del orbe; todas las épocas —incluida la nuestra, quizá más tenebrosa en apariencia— están expuestas a su tibio esplendor.