Regreso a casa - Alfa y Omega

Los primeros días de la Cuaresma son un buen momento para recordar y regresar a casa, es decir, a Jerusalén, la ciudad donde aprendimos que no hay que buscar entre los muertos al que vive.

Lo imagino. Es como si lo viera. Entro por la puerta de Jaffa o por la de Damasco. Tal vez bajo por King David o voy callejeando por otro lado hacia Muristán. Puedo ir casi a cualquier hora del día. Si madrugo, llegaré antes de que abran. De todos modos, no estaré solo. En el Santo Sepulcro siempre hay gente.

Aquí llegan palmeros –que así se llaman los que peregrinan a Jerusalén– de todos los rincones de la tierra. Franqueo la puerta. Dejo el Calvario a la derecha. Huelo el aroma de las velas perfumadas. Latinos, ortodoxos, armenios, etíopes… Sabemos lo que hemos venido a ver.

Me dirijo hacia la Anástasis. No sé cuántas veces la he visitado. Es pronto y casi no hay cola. A pesar de los murmullos, hay cierto recogimiento. Una madrugada participé en la Eucaristía que se celebra aquí. Éramos muy pocos. Tal vez diez personas. La luz era tenue. Recordamos la Pasión y muerte de nuestro Señor en el sitio mismo en que depositaron su cuerpo.

Ya no está aquí.

Resucitó.

Ahora vive.

Lo detuvieron, lo juzgaron, lo torturaron y lo crucificaron. Sus amigos lo abandonaron. Sus seguidores lo dejaron solo. Al pie de la vruz, aquí cerquita, sólo estaba su madre con dos mujeres y el discípulo al que Él más quería.

Pero ahora está vivo.

Este tiempo de Cuaresma nos prepara para la Pasión, esa que vivió nuestro Señor por estas calles. Son días para tomar conciencia, para reflexionar, para volver la mirada un instante hacia la historia, hacia nuestra historia.

En Europa, hoy, mientras escribo estas líneas, el ejército ruso está bombardeando Kiev y otras ciudades ucranianas. Miles de hermanos míos celebran la Eucaristía bajo las bombas. Están viviendo una Pasión en nuestros días. Crucificados en la historia, esta guerra injusta e injustificable los ha hermanado con Cristo de un modo terrorífico. Solo aferrado a la Cruz puede uno contemplar el mal sin hundirse.

Rezo por la paz. Imagino, desde mi capilla favorita en este Santo Sepulcro que visito en mis recuerdos, la reconciliación que ahora parece imposible, el perdón inconcebible en esta hora terrible, la transformación definitiva de las espadas y lanzas en arados y podaderas.

Confío, es decir, tengo fe en que, como dice un cura amigo, «no hay pecado que resista la sangre de Cristo». Sólo Él puede curar las heridas que estas bombas están dejando entre dos pueblos. Sólo Él puede reparar todo lo que se ha roto en estos años de conflicto. Sólo Él puede insuflar llevar la vida allí donde campa la muerte.

El Sepulcro está vacío. La muerte no tiene la última palabra.

Hay que repetirlo ahora que todo parece oscuro y perdido y nos vamos preparando para una Pasión que nuestros hermanos viven hoy en carne propia.

He regresado de algún modo a Jerusalén.

Los espero.