Radiografía del dolor
Hay que atreverse a mirar con valentía el dolor que nos rodea para no permitir que nos acostumbremos a lo injusto. Para no bajar el volumen del televisor. Habrá un día en el que la humanidad pregunte por aquel momento en el que convertimos las cifras de hijos muertos en un ruido de fondo
Aguantar la mirada sobre algunas fotografías hace que las palabras se quiebren en la garganta. Se apelotonan sin poder salir, porque en realidad no existe caligrafía que describa el dolor de un padre, de una madre, ante la pérdida de un hijo. Hemos visto ya demasiadas instantáneas similares. Las guerras en curso han hecho que el mundo esté lleno de padres desgarrados, abrazando el cuerpo inerte de quien pocas horas antes le había dado un beso al despertar. Padres con la mirada perdida y el odio a flor de piel. Ojos que narran la angustia pastosa, densa e inerte de todos los conflictos. Padres con una determinación inquebrantable, que mantienen la barbilla alta, la mirada dura, la misma que hemos visto en todos los que cruzan fronteras aferrados a sus hijos. La misma del soldado ucraniano que se despide de su pequeño, quizá por última vez antes de acudir al frente o la del abuelo rohinyá que aferra la mano de su nieto en su huida constante de tierras en las que nadie les quiere. Padres que son soporte, asidero imprescindible para sortear una vida no siempre fácil.
La instantánea que tenemos delante ha sido tomada en Rafah tras la última ofensiva israelí para acabar con la única frontera que hasta el momento no había controlado y que está dejando a su paso una pesadilla humanitaria. Este padre palestino se aferra al cuerpo muerto de su hijo, besándolo entre lágrimas a través de la tela blanca de una fría mortaja improvisada. Tan solo al mirarlo se siente un dolor punzante, la radiografía del sinsentido de la destrucción que produce la violencia. Todas las violencias. Porque nada puede justificar el castigo colectivo del pueblo palestino, pero tampoco el desmedido ataque terrorista lanzado por Hamás el 7 de octubre contra Israel, origen de la tragedia a la que asistimos a diario.
Volvamos a la fotografía, todo un símbolo de ese cordón umbilical al que estaremos siempre aferrados y que tiene solo dos sílabas: pa-dres. Sin ellos no sabríamos llegar al centro mismo de nuestra historia. Este padre, en pie, roto ante el cuerpo de su hijo, está sintiendo un dolor que le taladra y no le deja caer. Está ahí para que en el umbral del último adiós a su vástago este sepa que su padre sigue ahí. En esos eternos minutos de despedida recordaría cuando recién nacido se asomaba a su cuna para verlo dormir, pendiente de taparlo para que no se enfriara, o cuando le llevaba a pasar jornadas felices en la playa de Gaza.
Hay que atreverse a mirar con valentía el dolor que nos rodea para no permitir que nos acostumbremos a lo injusto. Para no bajar el volumen del televisor cuando hablan de una guerra que nos pilla demasiado lejos y no nos afecta. Para no perder la capacidad de estremecernos. Porque hay muchos padres que abrazan hoy en día a sus hijos ahogados en el mar, muertos de sed en el desierto, abusados, violados, maltratados, destrozados por las adicciones. Demasiadas muertes de hijos. Habrá un día en el que la humanidad pregunte por aquel momento en el que convertimos las cifras de hijos muertos en un ruido de fondo que nos hizo sordos. Por ese instante en el que una fotografía como esta dejó de quemarnos por dentro. Que la indiferencia nunca nos haga incapaces de comprender el dolor del otro. Y que no convirtamos el dolor de este padre en arma e instrumento, sino en compasión, humanidad y encuentro para que aprendamos del horror de las guerras y hagamos lo posible, cada uno en nuestro espacio, para contribuir a la paz, afrontando los conflictos, pequeños y grandes, sin violencia.