Un silencio que grita - Alfa y Omega

Un silencio que grita

No podemos más que ver en la familia de la foto a la familia de Nazaret, porque su vida es sagrada, su amor es santo, su futuro es de Dios. No necesitamos ver el rostro del padre porque lo vemos en los ojos de su hijo, en su sonrisa

Guillermo Vila Ribera
Foto: Efe / EPA / Mykola Tys.

Dejamos atrás otro Día del Padre, otro san José en el que, los más afortunados, hemos recibido dibujos, cartas, sonrisas y abrazos de quienes nos dan el nombre. Lo trascendental de esta celebración es que somos padres –y madres, las que lo sean, en su día– en relación a otro; lo que nos define es la alteridad, somos en relación, no por nosotros mismos. Perdonen este aparte filosófico, pero lo necesito para dar el siguiente paso y aterrizar en la impactante foto que acompaña este texto. Esos brazos que se proyectan hacia el niño y su madre no pertenecen a su dueño original, sino a quienes se dirigen. Los abrazos se dan, se regalan, esconden una promesa, un decir sin palabras: «Voy a protegerte lo mejor que pueda». En el caso de esta imagen ucraniana, ese cuidar se entiende desde una doble perspectiva. El padre protege a su familia propiciando su marcha a tierras de paz y quedándose él a defender su tierra de guerra, que es el hogar al que desean volver.

Esa foto es toda una coreografía del silencio, pero un callar musical, ruidoso, lleno de contenido, un decirlo todo sin abrir la boca, un «cuídate mucho, mi vida», «pórtate bien», «haz caso a tu madre», «recuerda mis ojos y mis brazos» y «reza por mí», es un «aquí estaré para defender la paz que nos quieren robar»; pero es también una mentira piadosa: «Nos veremos pronto, todo saldrá bien». Y en ese silencio del padre nos encontramos casi todos. Porque hemos aprendido de los nuestros, de su silencio, de sus miradas severas y a veces cariñosas, de sus abrazos sin brazos y sus gritos callados, de su hacer más que de su decir. Y, de entre todos los padres, ese José de cuya voz nada sabemos, pero del que intuimos tanta verdad. Ese que, calladamente, protegió a la familia de la que todos procedemos, a la que guio al exilio, huyendo del Putin de su tiempo, ese padre que murió como todos deseamos morir. No podemos más que ver en la familia de la foto a la familia de Nazaret, porque su vida es sagrada, su amor es santo, su futuro es de Dios. No necesitamos ver el rostro del padre porque lo vemos en los ojos de su hijo, en su sonrisa, en sus pequeñas manos blancas que van al encuentro.

Los padres somos en relación, somos porque nos hacen ser. Es el hijo el que hace al padre, es él el que nos trae al mundo y nos regala su necesidad. Y este es un mensaje universal, puesto que, aunque no todos somos padres, sí todos somos hijos. Y una última palabra para la madre, que sonríe hacia fuera y llora hacia dentro, desgarrada por la certeza de desconocer si será esa, acaso, la última foto de la familia. Esa madre que sostiene en sus brazos al niño que, desde el misterioso silencio de ese instante de eternidad, le hace una callada promesa a su padre: «Algún día seré yo el que le regale mi vida a otro, seré el hombre que, con el ejemplo de tus brazos extendidos, me estás enseñando a ser».