Hace unos días tuve la suerte de asistir a la Misa de acción de gracias por la curación de dos niñas, Mónica (7 años) e Inmaculada (17).
Al final de la Misa, Inmaculada rezó una preciosa oración que había escrito ella y que dice así: «En este día tan especial, Señor, queremos darte las gracias. Ya no sólo por nuestra curación, sino también queremos dar las gracias por toda la ayuda y regalos espirituales que hemos recibido durante nuestra enfermedad. La cruz es un regalo valiosísimo, que no siempre es fácil de ver y de aceptar. Por supuesto no es algo imprescindible, por ejemplo en la enfermedad, pero consigue que algo que hace daño, haga bien. La cruz da sentido a lo que no tiene sentido y consuela a quien no tiene consuelo. Y así, Jesús nos da el regalo de poder agarrarnos a Él por medio de la cruz. De esta manera, podemos convertir lo que sería una desgracia en la alegría de vivir en el Señor. El Señor es delicadeza, misericordia, silencio… Hay que saber escuchar para que Él pueda hablar al corazón. Hay que despreciar las vidas perfectas, materialmente hablando, porque al Señor recurrimos en la necesidad. Hay que amar la cruz y agarrarse fuerte a ella, porque ése es el calvario directo al Señor».
La niña que así escribe empezó su calvario a los 10 años, cuando dio la cara un tumor maligno en la cabeza que, sin que nadie se diera cuenta, había empezado años antes. Era engañoso y complejo de diagnosticar, y generó diferentes diagnósticos y tratamientos que le han dejado secuelas importantes, entre ellas un inmenso dolor de cabeza que le impide ir al colegio, o hacer vida normal.
Mientras los médicos trataban de curarla, ella crecía en una profunda fe y confianza serena en un Dios bueno que siempre ha estado junto a ella –especialmente en los momentos más dolorosos–. No es una pose, ni una salmodia aprendida. Basta ver su mirada clara y transparente, su gran sonrisa franca y abierta, para saber que esta niña descansa confiada en el Señor. Sólo alguien que ha tenido un encuentro profundo con el Cristo de la Cruz y una relación tan profunda, natural y delicada con Él…, sólo alguien así puede escribir esas líneas.
Inmaculada guarda este gran tesoro con pudor en su corazón. Es un don que no puede reservarse para ella misma. Sin convertirse en la chica de moda del circuito espiritual, sin exhibirse innecesariamente, ella con su natural sencillez y delicadeza interior tiene una gran misión: acompañar a tantas personas que se rebelan y luchan contra su cruz, desgarrándose por dentro. Puede regalarles ese gran tesoro que ha recibido, acompañarlas en el camino del calvario, y decirles, porque ella lo sabe bien, que Dios no te deja nunca.
Sólo alguien que ha vivido, y vive, un dolor tan grande descansando serena en la Providencia divina, es capaz de comprender y enseñar a abrazar la cruz a personas que sufren sin sentido.
Señor, en tu camino a la cruz me gustaría saber acompañarte, y abrazar mi propia cruz, como lo hace Inmaculada: sin preguntas, fiel, dócil, mansa…