El 2 de febrero de 1922 es la fecha de publicación de la novela Ulises de James Joyce, detonante de la mayor revolución literaria de todos los tiempos. Cumplía el irlandés los 40 años ese mismo día en el que su obra rupturista veía la luz con la librera Sylvia Beach, de Shakespeare & Company, como mecenas. Un siglo después mucha gente sigue hablando del Ulises. Tememos que no tanta lo esté leyendo. Pero no podríamos escandalizarnos a estas alturas; esta paradoja es algo que viene ocurriendo desde la primera polvareda levantada por el inaprensible y libre fluir de la conciencia de nuestro querido James. Alejémonos, entonces, tanto de la cháchara como de posibles lamentos por los malos tiempos para la lírica, para centrarnos en sacar el máximo partido a la ola del centenario.
Aferrándonos para los fastos a los mejores ropajes, nuevos, pero que no dejan de ser, gracias a Dios, los viejos, acompañemos sin prejuicios a Stephen Dedalus y Leopold Bloom, lleguemos hasta Molly Bloom, en el deambular por Dublín de aquel 16 de junio de 1904. Hagámoslo con la 12ª edición de Cátedra (Francisco García Tortosa, Letras Universales), que acaba de salir. Por toda guía de lectura basten sus primeras páginas, que no debieran consultarse de corrido antes de haber recibido el impacto directo del texto, porque la gran experiencia iniciática a la que jamás debe renunciarse es la de recibir desarmados el disparo de la prosa musical de Joyce; y ya habrá tiempo de desesperarse con los significados de la mezcla de lenguas, los juegos de palabras y las referencias culturales.
Esto mismo aconseja José María Valverde en la mítica edición de 1976, cuya traducción fue Premio Nacional y acaba de ser revisada por Andreu Jaume para Lumen. Dice Valverde que el Dublín de Joyce, aun sin intención de ser novela social, resulta tan palpable como el Londres de Dickens a la hora de sumergirnos en la sensación de estrecheces de la pequeña clase media dublinesa.
Tal vez no haga falta saber mucho más del Ulises, apenas un colofón de García Tortosa en relación a que puede reducirse la historia a unos personajes que distraen su soledad o su miedo a enfrentarse a la realidad sumergiéndose en el estrépito de futilidades que ofrece la ciudad. O, como dice Ellmann, biógrafo de Joyce (Anagrama) «en una afirmación del amor».