Celebramos este domingo una nueva Jornada Mundial de los Pobres. Convocados por el Papa Francisco bajo el lema bíblico No apartes tu rostro del pobre (Tb 4, 7), la Iglesia nos invitó a todos, también a los no creyentes, a tomar nueva conciencia de que hay personas con rostro, con historia, con corazón, a las que no deberíamos nunca apartarles la mirada.
En el día de mi ordenación episcopal hablé de ellos. Son los que no hacen historia, los que no forman parte de la historia. Todo lo más, a veces forman parte de alguna crónica en los periódicos, generalmente de la crónica negra. Nos cuesta mirarlos. Algunos se recogen por las noches, después de rebuscar algo que comer en los contenedores de basura, para refugiarse en algún cajero, algún recoveco, algún portal de nuestras casas o algún atrio de nuestros templos. Otros buscan algo de calor y compañía en los escasos albergues que tienen a su disposición. Son los que no cuentan.
Nuestra vida ciudadana está preocupada, generalmente, por cosas que nos parecen más importantes. Tenemos el foco puesto en nuestras ideas de país, en nuestro equipo de fútbol y en nuestras aficiones. También nos preocupa que acaben cuanto antes las molestas obras en nuestras calles, para poder ver cómo las plazas de nuestros pueblos o cómo nuestras ciudades resplandecen ante los ojos de todo el mundo. En esto también invertimos muchas energías, pasiones y no poco presupuesto público.
Pero la verdad es que en nuestras ciudades, y en muchos pueblos grandes y pequeños de nuestro país, hay gente que vive en el margen (o quizá ya en la otra orilla, sin retorno), que duerme entre cartones, pasa frío, no se puede duchar o ir al servicio con comodidad. El diagnóstico de las instituciones de nuestro entorno que trabajan con las personas pobres es unánime: mientras la llamada al bienestar sube cada vez más de volumen, el volumen del que vive en la pobreza se silencia cada vez más.
Pero por mucho que miremos para otro lado, ahí están. Cáritas, en sus cualificados informes, señala que los que piden ayuda han cambiado de perfil. No son números, son personas. Las personas que demandan nuestros servicios son, preocupantemente, cada vez más jóvenes y tienen un rostro más femenino. Un pequeño ejército de voluntarios de Cáritas, junto con muchas otras personas que espontáneamente ayudan desde iniciativas ciudadanas, ven que el rostro de los que nos necesitan es cada vez más multicolor.
La labor de estos voluntarios, por cierto, es encomiable. ¡Les debemos tanto! No solo por su servicial y desinteresada entrega. Lo que más conmueve es lo que dicen con lo que hacen. Cada cosa que hacen por los que están al otro lado les comunica: tú lo vales, tú tienes dignidad. Y eso se lo están diciendo a ellos directamente y también a nosotros que, como ciudadanos, necesitamos escuchar una y otra vez ese clamor por la dignidad. Si de algo estoy convencido es de que restablecer o tutelar la dignidad de los más débiles contribuye a la fraternidad humana y salvaguarda la imagen de Dios impresa en cada persona.
Nuestras instituciones eclesiales no llegan. Las iniciativas ciudadanas tampoco. No se nos puede exigir más. A las instituciones civiles, sean del color que sean, sí. Cada pobre que vemos en nuestras calles nos habla de los límites de nuestras instituciones públicas. Me consta que muchos de nuestros políticos y gobernantes en nuestra ciudad y en nuestros pueblos están en esta onda de compromiso y no miran para otro lado. Hay que darles las gracias por lo que hacen, ciertamente, pero también hay que decirles: no es suficiente. Se puede hacer más. Es cuestión de prioridades.
A los creyentes especialmente, quisiera decirles que, aunque no siempre esté a nuestro alcance la solución de los problemas de los desfavorecidos, no podemos dejar de recordarnos e insistir en que la atención a los pobres es una gloria de la Iglesia, un signo que la sociedad reconoce y valora. Es evangelizar sin palabras. Una Iglesia lejana a los pobres sería opaca, poco creíble, porque no reflejaría el amor de Jesucristo por los últimos. Nunca lo olvidemos.
No olvidemos tampoco que en la Iglesia no hacemos nunca nada, ni tampoco servimos a los hermanos necesitados desde una ideología, o por una ideología política. Lo hacemos desde la fe e iluminados por el Evangelio de Jesús. Benedicto XVI dijo en cierta ocasión que «si la Iglesia comenzara a transformarse directamente en sujeto político, no haría más por los pobres y por la justicia, sino que haría menos, porque perdería su independencia y su autoridad moral, identificándose con una única vía política y con posiciones parciales opinables. La Iglesia es abogada de la justicia y de los pobres, precisamente, al no identificarse con los políticos ni con los intereses de partido». (Ceremonia de apertura de la Conferencia de Aparecida, 2007).
Esta es la mirada que fundamenta todo discurso sobre la dignidad. Esa que no aleja el rostro del pobre, sino que, más allá de nuestras ideas, o de lo mucho o poco que hagamos, le dice: tú lo vales.