Una mañana limpia y lenta, de las de principios soleados del otoño. Un cielo claro, denso, fortificado por unas pocas nubes que se esparcen sobre el horizonte. Un aire abierto, indefenso, transparente, en el que los árboles de piel deforme, en las orillas del asfalto, parecen depender con más fuerza de sus raíces invisibles. El otoño es una estación sorprendentemente recelosa, como si al abreviarse la luz algo nos empujara a volvernos hacia el fondo de nosotros mismos, a recogernos. Es bueno que nuestro impulso vital se amolde al ritmo de las estaciones. Y el otoño se presenta como cómplice benévolo para la meditación, sin haber llegado aún la aspereza invernal y dejadas atrás las jornadas sofocantes y unánimes del verano.
Este cristiano, este discípulo del mensaje de Jesús que aspira a serlo constantemente, no puede permanecer ajeno a ese debate que algunos consideran marginal a los problemas de España, pero que afecta a demasiadas cosas que me definen y que caracterizan también a la Iglesia, a la fe que me sostiene, a la esperanza con la que emprendo cada mañana lo que Cesare Pavese llamó el oficio de vivir. De diversas formas, desde distintos ámbitos, no deja de proclamarse el desdén por lo que significa el cristianismo en nuestra sociedad. Bajo el disfraz de un laicismo que nunca ha podido superar su verdadera sustancia anticatólica, se atribuye a la Iglesia una apetencia patrimonial insaciable y una avidez impura por acaparar recursos materiales que la enriquecen de forma ilegítima. Se roza la acusación de hacer de la Iglesia una institución fraudulenta, que ha aprovechado las condiciones óptimas de su tradicional asociación con el poder político en España para llenar sus alforjas con bienes que no le pertenecen.
Ese es solo uno de los frentes abiertos recientemente. Hay otro aún más escabroso que manifiesta una decidida voluntad de beligerancia contra lo que creen millones de ciudadanos de nuestra nación. Un apetito insaciable de insulto, de provocación, que ni siquiera ha esquivado obscenas referencias escatológicas y que no se ha detenido ante la ternura y el sufrimiento de la Virgen María. Ultrajes que pretenden llevar al ridículo arcaizante o a la extravagancia reaccionaria a la comunidad católica. Nunca se hace con otras religiones, tratadas con un respeto digno de elogio, pero asombroso cuando, al mismo tiempo, el catolicismo es objeto continuo de escarnio y burla.
¿Qué es lo que nos reprochan a los católicos? ¿Qué es lo que no soportan de nosotros y de nuestra tradición? Porque los errores cometidos en nombre de Cristo a lo largo de la historia son un pecado que nosotros mismos hemos denunciado y del que habrán de dar cuenta ante el propio Dios quienes los perpetraron. Pero ¿se trata solo de eso? ¿O es, sobre todo, un desprecio más profundo, que alienta contra nuestro carácter, por considerarnos una servidumbre alienante que la humanidad ha debido arrastrar durante 20 siglos, a la espera del día de su plena emancipación?
No será por la misericordia
¿Qué es lo insoportable de nuestra fe y de nuestra contribución a la historia? ¿Lo es que Jesús proclamara la libertad en tiempos en que se había normalizado la desigualdad radical de los individuos? ¿Lo es que creamos en un Dios encarnado, cuyo amor por nosotros le impulsó a sacrificar a su propio Hijo en la tortura de la cruz? ¿Lo es que ese mismo instrumento de suplicio se convirtiera en denuncia de la tiranía, protección del indefenso, esperanza del humilde, horizonte de redención, promesa de justicia, llamada a la compasión, derecho a la felicidad, exigencia de amor? ¿En qué palabras de Jesús se encuentra algo que merezca tal aluvión de resentimiento? ¿En qué actuaciones de los seguidores del Evangelio? No será en la misericordia de los católicos que luchan contra la enfermedad y la miseria en continentes abrumados por la injusticia. No será en la atención a los desvalidos, cuya vida ha sido devastada por la crisis económica. No será en el cuidado de los desprotegidos por una sociedad a la que falta el nervio moral indispensable para seguir considerándose heredera de una tradición humanista. Pero, ¿qué es lo que odian del cristianismo? Debería ser, en todo caso, nuestra flaqueza, nuestra debilidad, el no estar siempre a la altura del mensaje, la vida y la pasión de Jesús. Pero no, no parece que se nos condene por heterodoxos o por pecadores. Más bien, se nos impugna por la radicalidad de nuestro compromiso. Por el carácter mismo de nuestra fe. Por nuestra razón de ser.
Este cristiano que aspira a serlo medita en una mañana de los primeros compases del otoño. Pienso en mi fe y la siento como un tesoro donde palpita todo el valor y la belleza del universo. La noto como un instante que contuviera la eternidad. La vivo como una exigencia de caridad incluso respecto de los malvados. «Porque no saben lo que hacen». Este sentimiento de piedad me llega a través de Jesús, agonizando en la cruz y pronunciando unas palabras de perdón y de súplica al Padre, las últimas de una vida sobre la que se fundó nuestra forma de existir y nuestra esperanza de liberación, también en la tierra.