Fiesta con pizzas al lado del frente en Ucrania
Voluntarios escoceses entran hasta pueblos cercanos al frente para repartir pizza, zumos y un poco de alegría a niños y mayores. «¿Cuándo volvéis?», es la pregunta recurrente
Conocí a Josi en el tren que va desde Kiev a Zaporiyia. Que ella hablaba español me lo indicó el libro La sombra del viento, que estaba sobre su mesa. En las siete horas de viaje me contó que es chilena, que tiene 31 años, que vive en Alemania y que en su vida normal es sumiller, pero que a Ucrania la trajo su amigo Aleks y el deseo de hacer algo por la gente aquí. La idea de la organización escocesa Siobhan Trust con la que colabora Josi parece muy sencilla: se dedican a repartir pizzas en zonas recién liberadas o en los pueblos cercanos a la línea del frente. Josi estaba nerviosa por ir por primera vez a Zaporiyia, porque no había estado antes en la zona de guerra. Aunque mi compañera de viaje, novata en voluntariado, estaba entusiasmada, la idea de organizar una fiesta en medio de toda la tragedia provocaba cierto escepticismo.
Dos días después un pequeño autobús nos llevaba a uno de los pueblos, Márinka, que se encuentra a 21 kilómetros de Energodar. La pequeña ciudad que ya se ha hecho famosa mundialmente por su peligro radiológico lleva ocupada desde marzo del año pasado por el Ejército ruso. «Un par de veces habían bombardeado, pero sin víctimas», comentó una de las mujeres locales tranquilamente, como si fuera una situación normal. Comparándola con el resto de la región, Márinka está en una posición privilegiada. Desde que empezó la contraofensiva ucraniana en junio, las sirenas antiaéreas en la región suenan casi cada media hora. Los pueblos de la línea del frente, como Orijiv y Guliaypole, donde ahora siguen las batallas por la recuperación de la tierra, se han convertido casi en ruinas. Cuando nos acercamos a la plaza central vimos una cola de personas locales y, entre ellas, muchos niños. La gente estaba mirando con cautela a nuestro grupo, que, además de Josi, estaba formado por seis personas de diferentes países.
El primer día de las clases en Ucrania suele ser casi festivo en las escuelas: los niños se juntan en los patios con ramos de flores y los profesores les felicitan por el comienzo del nuevo año escolar. El 1 de septiembre siempre se queda en la memoria de los pequeños como una mezcla bonita de los sentimientos nostálgicos —porque termina el verano— y la felicidad de ver a los compañeros. Para los niños de Márinka ese día no fue demasiado divertido, según confesaron los pequeños, que estaban en la cola esperando mientras se calentaban los hornos portátiles para calentar las pizzas y se enchufaban los altavoces para dar un poco de alegría musical al ambiente. Porque, ahora, las escuelas de la región funcionan a distancia y no hay flores en el patio ni compañeros con los que jugar. «No hay nada que celebrar. Nos dieron una clase online sobre cómo hay que meterse en los refugios antibombas. Y poco más», explicó Diana, una niña de 12 años. Se acercó a Josi, que estaba disfrazada de zorro y a Lily, otra voluntaria vestida de princesa, que bailaba con el resto de los chicos. «Eres muy guapa», comentó la niña, que abrazó a Josi.
Después de bailar y cantar con los voluntarios, los niños empezaron a contarnos sus pequeños y grandes dramas, y nos quedó claro que esta normalidad es una cortina de humo. Pavlo es de un pueblo cercano a Orijiv. Se mudó con sus padres al pueblo de su abuela porque su propia casa era demasiado peligrosa. Me enseñó orgullosamente las fotos de tanques y Kaláshnikov en su móvil.
—Me permitieron sujetar un AK-47.
—¿Así que ya no tienes miedo de nada?
—Sí que tengo. Cuando escuché lo de la planta nuclear no pude dormir durante semanas.
Su amigo Artem volvió a Ucrania desde un país europeo, donde vivió con su madre tres meses. Lo pasó mal porque, según él, los compañeros le estaban haciendo bullying por ser refugiado. «Siempre se reían de mí. No entendía nada de lo que me decían. Pero en el pueblo nos dijeron que nos fuéramos a nuestra casa».
Poco a poco la música y la pizza rompieron el hielo y a los bailes se sumaron incluso los adultos. «Gracias. Yo no soy de las que piden. Pero tuve una casa y ya no tengo nada», confesó Olga, de unos 60 años, avergonzada por coger pizza y un vaso de zumo. Como si hubiera necesidad de dar explicaciones. No pudo terminar la frase porque se puso a llorar. «Toda su vida usted estuvo trabajando para construirla», termino yo. La mujer asintió con la cabeza. Lleva un año buscando a su hermano. «Usted puede apuntar su nombre. Si lo escucha, llámeme, por favor».
La cola fue desapareciendo. Los nuevos amigos pequeños esperaron hasta que los voluntarios recogieron todas sus cosas y su única pregunta fue: «¿Cuándo volvéis?». «Es una pena que no podamos entender todas sus historias. Me gustaría hacer más. Pero a veces pienso que poder estar aquí también es mucho», aseveró Josi mirando desde su ventana a los campos de los girasoles que nadie va a recoger.