Permanecemos en Él y Él en nosotros
Domingo de la 5ª semana de Pascua / Juan 15, 1‐8
Evangelio: Juan 15, 1‐8
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros.
Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará.
Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos».
Comentario
El símbolo de la viña es un recurso muy utilizado en el Antiguo Testamento para ilustrar la relación entre Dios y su pueblo, Israel. Dios, que no escatima en medios mostrando su amor y misericordia por su viña y un pueblo que muestra su infidelidad y rechazo. Cristo, al reconocerse como la verdadera vid, introduce al pueblo de Dios en una posición radicalmente opuesta a la mostrada a lo largo de su historia. Cristo es la vid que responde con la acogida y la entrega que espera y desea su Padre, que es el labrador. La libertad de Cristo implanta un nuevo germen en la libertad del hombre, que unido a Él puede también responder satisfactoriamente al Padre. No en vano el evangelista repite cinco veces la expresión «permanecer en mí». Solamente injertados en la vid, que es Cristo, y permaneciendo en Él, damos el fruto que Dios quiere. Una libertad que responde con todo el corazón, alma, mente y ser (cf. Mc 12, 30). La promesa de poder responder al Señor con toda la vida ha sido cumplida en Jesús y nosotros, unidos a Él, podemos también entregarle la nuestra. No hay alternativa, porque sin Él no podemos hacer nada que permanezca para siempre, que no esté amenazado por la rutina y la ruina del fuego; no podemos generar frutos de vida eterna. Si sus palabras permanecen en nosotros se nos revela lo que deseamos y tenemos que pedir, que es precisamente dar el fruto que Dios quiere, dando así gloria a Dios.
No solo permanecemos en Él, sino que Él permanece en nosotros. La vid y los sarmientos viven en una unidad indisoluble para dar fruto, de tal manera que se reclaman recíprocamente. Jesús habla de una comunión única entre Él y sus discípulos. Es una imagen preciosa de la realidad de la Iglesia que unida esponsalmente a su Señor se presenta ante el mundo como el lugar contemporáneo en el que permanecer para dar fruto abundante. La Iglesia nacida del costado abierto de Jesús crucificado (cf. LG, 3) se convierte en el «sacramento admirable» (SC, 5) de la presencia de Cristo resucitado. Solo así «permanecer en Él» no es algo etéreo o abstracto, sino la pertenencia y permanencia en su cuerpo que es la Iglesia. La acción del Espíritu constituye místicamente a la Iglesia en su cuerpo (cf. LG, 7) de tal manera que «si hubiésemos llegado a Jerusalén después de Pentecostés y hubiéramos sentido el deseo no solo de tener noticias sobre Jesús de Nazaret, sino de volver a encontrarnos con Él, no habríamos tenido otra posibilidad que buscar a los suyos para escuchar sus palabras y ver sus gestos, más vivos que nunca. No habríamos tenido otra posibilidad de un verdadero encuentro con Él sino en la comunidad que celebra» (Francisco, Desiderio desideravi, 8).
Cristo era consciente de a quién enviaba en su nombre, de la fragilidad de aquellos que había elegido para ser su rostro en el mundo hasta el fin de los tiempos; por eso, habla de la necesidad de la poda y de la palabra que limpia y purifica. La Iglesia, a lo largo de su vida, ha tenido una conciencia clara de su santidad en virtud de su vínculo con Cristo y, a la vez, de su necesidad continua de conversión. Cristo nos revela que la finalidad de la poda es dar más fruto, por eso no debemos tener miedo a dejarnos limpiar por su Palabra, modelar por sus manos de alfarero o cincelar cuando sea necesario para que así la autenticidad de nuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo (cf. 1 P 1, 7). Todo para seguir dando el fruto que Dios quiere, para seguir respondiendo a su voluntad, porque «sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio» (Rm 8, 28). Qué paz tan grande se experimenta cuando vivimos con esta certeza. No hay circunstancia que sea banal. No se cae ni un solo pelo de nuestra cabeza sin que Él lo sepa, cuánto más todo lo que nos preocupa y nos hace sufrir. Nuestra confianza está en la certeza de la voluntad de Dios, que no quiere que nada se pierda (cf. Jn 6, 39), sino que todo construya y contribuya al crecimiento y la instauración de su reino.