Soy de Sevilla y me encanta; ella y sus tradiciones. De pequeños en el patio del colegio jugábamos a representar los distintos pasos de la Semana Santa: san Benito, los caballos, la borriquita… Éramos capaces de diferenciar a los crucificados por el gesto de la cara o por la posición del cuerpo en la cruz. Recuerdo esa sensación de experimentar el dolor de la imagen que estaba viendo, con el sonido de la madera crujiendo, el arrastrar de las alpargatas de los costaleros, el olor del incienso, el sonido de la banda de cornetas y tambores…
Nunca imaginé que aquello iba a ser escuela para la vida. También ahora soy capaz de reconocer las distintas imágenes de la Pasión; veo el rostro de Cristo continuamente. Solo que estos no son de madera y tampoco quedan inertes en sus templos. Están ahí, arrastrando sus propios pies, cargando con tanta cruz, como hizo un día nuestro Señor camino del Gólgota. Son historias reales. No hay un Pilato que se lave las manos, sino millones de ellos, que directamente o por pasiva indiferencia los condenan a morir.
De nuevo experimento algo de ese dolor que experimentaba en las calles de Sevilla. Solo que ahora es más fuerte, está más dentro y no se olvida al volver a casa. Duelen las vidas de inocentes que sufren y mueren sin sentido. No hay incienso, no están en un lecho de flores, no se para una ciudad para acompañarlos. No es bello.
Me sale gritar, aunque no se escuche fuera. Y me hiere el silencio ante tanta injusticia. ¿Será que Dios calla también?
Pero, ¿quién soy yo para imponer a Dios cómo debe comportarse? ¿Acaso no puede hacer duelo por la muerte de sus hijos? La densidad de este momento no puede estar vacía de la presencia del Padre. No lo está. Mi corazón todavía late porque Él le da vida.
No hay Resurrección si no se atraviesa la muerte. Solo puedo apreciar la luz cuando he experimentado la oscuridad. Quizás todavía viva en Sábado Santo, pero solo el vacío posibilita el ser. Espero con fe el amanecer de este tercer día, en el que la Vida tiene la última palabra.