Desde muy antiguo, fe y razón fueron caminos paralelos que intentaron hacerse eco del hondo misterio de la existencia. En ocasiones, sus vías se cruzaron, estorbándose mutuamente, trabando relaciones de interdependencia e incluso de abierta y descarnada pendencia. Los mitos griegos contenían un logos, una significación racional, por mucho que fueran producto de la imaginación; también don Quijote creía en la verdad de sus actos y elucubraciones, aunque la realidad lo desmintiera en tantas ocasiones. O Unamuno, cuya vida transcurrió en un doloroso e inacabable combate entre cabeza y corazón al respecto de nuestra posible —mas siempre deseada— inmortalidad.
El periplo histórico e individual del ser humano es el sendero de un espíritu pensante, que se piensa a sí mismo y cuanto lo rodea, envuelto por un cuerpo finito… con irreprimibles ansias de infinitud. Y así, como escribió Blaise Pascal, albergamos una «guerra intestina» entre la razón y nuestras pasiones, entre lo verosímil y lo imposible necesario. No es casualidad que el Papa Francisco le haya dedicado una hermosa carta a este filósofo y científico francés del siglo XVII, de cuyo nacimiento se cumplen ahora 400 años. La misiva lleva por título una cita casi textual del propio Pascal en sus Pensamientos (1670): «Sublimitas et miseria hominis», grandeza y miseria del ser humano. «Si hay un Dios, es infinitamente incomprensible», había escrito el pensador, aunque añadía: «Y por la fe conocemos su existencia».
Ya frisando la culminación del primer cuarto del siglo XXI, habrá a quien le parezca desmedido el afán de un eminente científico por horadar un terreno que, presuntamente, le está vedado a la razón. Pero la sensibilidad de Pascal, uno de los hombres más racionales de su tiempo, no pudo dejar de ocuparse de la infinitud que moraba en su finitud. Porque, sostenía, «nuestra alma está arrojada en el cuerpo, donde encuentra número, tiempo, dimensiones», es decir, nuestro cuerpo como un lugar donde lo ilimitado encuentra limitación: tal es nuestra grandeza y miseria, albergar la infinitud en la corporalidad. En la tragedia finita de nuestra vida hay lugar, sin embargo, para la fe, reducto trascendente —irreductible, que no cesa—. La máxima pascaliana fue clara: «No desesperéis», porque «Dios está escondido» y «se deja encontrar por aquellos que le buscan».