Para ascender a Dios hay que renunciar al egoísmo
Benedicto XVI ha continuado con su ciclo de catequesis semanales sobre la oración en san Pablo. Al tratar de imitar a Dios, «la lógica humana» pone a menudo el acento en el poder, señala el Papa. Por el contrario, «la Encarnación y la Cruz nos recuerdan que la plena realización estriba en conformar la propia la voluntad humana en la del Padre, en el desapego total de uno mismo, del propio egoísmo, para llenarse del amor y de la caridad de Dios y, así, llegar a ser verdaderamente capaces de amar a los demás». Éste es el texto de la catequesis del Papa:
Nuestra oración está hecha, como hemos visto en los pasados miércoles, de silencio y de palabras, de canto y de gestos que implican a toda la persona: desde la boca hasta la mente, del corazón a todo el cuerpo. Es una característica que encontramos en la oración judía, especialmente en los Salmos. Hoy quisiera hablar de uno de los cantos o himnos más antiguos de la tradición cristiana, que san Pablo nos presenta en lo que, en cierto sentido, es su testamento espiritual: la Carta a los Filipenses.
Se trata de una carta que el Apóstol escribe mientras está en la cárcel, tal vez en Roma. Él se siente cercano a la muerte, porque afirma que ofrecerá su vida como una libación (cf. Flp 2, 17).
A pesar de esta situación de grave peligro para su incolumidad física, san Pablo, en todo el texto, expresa la alegría de ser discípulo de Cristo, de poder ir a su encuentro, hasta el punto de ver la muerte no como una pérdida sino como una ganancia.
En el último capítulo de su carta hay una fuerte invitación a la alegría, una característica fundamental de nuestro ser cristianos y de nuestra orar. San Pablo escribe: «Estén siempre alegres en el Señor, lo repito de nuevo: ¡Alégrense!» (Fil. 4, 4). ¿Pero cómo puede regocijarse frente a una sentencia de muerte, ya inminente? ¿De dónde, o mejor, de quién san Pablo recoge la serenidad, la fuerza, el coraje de ir hacia su martirio, y al derramamiento de sangre?
La respuesta la encontramos en el centro de la Carta a los Filipenses, en lo que la tradición cristiana llama carmen Christo, el canto para Cristo, o más comúnmente el himno cristológico; un canto que centra toda la atención en los sentimientos de Cristo, es decir, en su modo de pensar y su actitud concreta, vivida. Esta oración comienza con una exhortación: «Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Fil 2, 5). Estos sentimientos se presentan en los siguientes versículos: el amor, la generosidad, la humildad, la obediencia a Dios, el don de uno mismo. No se trata simplemente de seguir el ejemplo de Jesús como algo moral, sino de involucrar toda la existencia en su propia manera de pensar y actuar. La oración debe llevar hacia un conocimiento y una unión en el amor cada vez más profunda con el Señor, para poder pensar, actuar y amar como Él, en Él y por Él. Ejercitarse en eso, aprender los sentimientos de Jesús es el camino de la vida cristiana.
Dios se humilla para redimir al hombre
Ahora voy a referirme brevemente sobre algunos elementos de esta canto denso, que resume todo el itinerario divino y humano del Hijo de Dios, que abarca toda la historia humana: del ser en la condición de Dios, a la encarnación, a la muerte en una cruz y a la exaltación en la gloria del Padre, y en parte también el comportamiento de Adán, del hombre desde el principio. Este himno a Cristo parte de su ser en morphe tou Theou, dice el texto griego, es decir, de estar en la forma de Dios, o mejor dicho, en la condición de Dios. Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no vive su ser como Dios para triunfar o para imponer su supremacía; no lo considera como una posesión, un privilegio, un tesoro al qué aferrarse. Es más, «se desnudó», se vació de sí mismo tomando, dice el texto griego, la morphe Doulos, la forma de siervo, de esclavo, la realidad humana marcada por el sufrimiento, por la pobreza, por la muerte; en todo se asimiló a los hombres, excepto en el pecado, comportándose como un servidor dedicado completamente al servicio de los demás.
En este sentido, Eusebio de Cesarea (siglo IV) dice: «Él tomó sobre sí las fatigas, con los miembros que sufren. Ha hecho suyas nuestras humildes enfermedades. Sufrió tribulaciones por amor a nosotros: esto en conformidad con su gran amor por la humanidad» (La demostración Evangélica, 10, 1, 22). San Pablo continúa delineando el marco histórico en el que se realizó esta disminución de Jesús. Escribe el Apóstol: «Se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte» (Flp 2, 8).
El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre y cumplió un camino en completa obediencia y fidelidad a la voluntad del Padre, hasta el supremo sacrificio de su vida. Aún más, el Apóstol especifica «hasta la muerte, y muerte de cruz». En la cruz Jesucristo alcanzó el mayor grado de humillación, ya que la crucifixión era el castigo reservado a los esclavos y no a las personas libres: mors turpissima crucis, escribe Cicerón (cf. En Verrem, V, 64, 165).
En la cruz de Cristo, el hombre es redimido y la experiencia de Adán se modifica, dándose vuelta completamente: Adán, creado a imagen y semejanza de Dios, pretendía ser como Dios, con sus propias fuerzas, ocupar el lugar de Dios, y así perdió la dignidad original que se le había dado. Jesús, sin embargo, aun estando en la condición divina, se abajó, se sumergió en la condición humana, en total fidelidad al Padre, para redimir al Adán, que está en nosotros y para volverle a dar al hombre la dignidad que había perdido. Los Padres subrayan que Él se hizo obediente, volviendo a dar a la naturaleza humana, a través de su humanidad y obediencia, lo que se había perdido por la desobediencia de Adán.
Amar: la mejor forma de imitar a Dios
En la oración, en la relación con Dios, nosotros abrimos la mente, el corazón y la voluntad a la acción del Espíritu Santo, para entrar en esta misma dinámica de vida, como afirma San Cirilo de Alejandría, cuya fiesta celebramos hoy: «La obra del Espíritu intenta transformarnos, por medio de la gracia, en una copia perfecta de su humillación» (Carta Festale 10, 4). La lógica humana, sin embargo, intenta a menudo la realización de sí mismos en el poder, en el dominio, en los medios poderosos.
El hombre sigue queriendo construir con sus propias fuerzas la torre de Babel para llegar -con sus propias fuerzas- a la altura de Dios, para ser como Dios. La Encarnación y la Cruz nos recuerdan que la plena realización estriba en conformar la propia la voluntad humana en la del Padre, en el desapego total de sí mismo, del propio egoísmo, para llenarse del amor y de la caridad de Dios y, así, llegar a ser verdaderamente capaces de amar a los demás.
El hombre no se encuentra a sí mismo, cuando queda ensimismado, sino cuando logra salir de sí mismo. Sólo si logramos salir de nosotros, nos encontramos. Adán quería imitar a Dios, pero tenía una idea equivocada de Dios. Dios no quiere sólo la grandeza, Dios es amor que da, ya desde la Trinidad y luego en la Creación. Imitar a Dios significa salir de sí mismo y entregarse en el amor.
En la segunda parte de este himno cristológico de la Carta a los Filipenses, el sujeto cambia; ya no es Cristo, sino Dios Padre. San Pablo subraya que es precisamente por la obediencia al Padre, que «Dios le exalta y le dona el nombre que está por encima de los nombres» (Fil 2, 9). Aquel que se humilló hasta tomar la condición de esclavo viene exaltado por encima de todos y de todo por el Padre, que le da el nombre de Kiros, Señor, a suprema dignidad y señoría.
Frente a este nuevo nombre que, de hecho, es el nombre de Dios en el Antiguo Testamento, «se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: Jesucristo es el Señor, para la gloria de Dios el Padre» (vv. 10-11). El Jesús que se exalta es aquel de la Última Cena, que depone sus prendas de vestir, y con una toalla, se inclina para lavar los pies de los Apóstoles y les pregunta: «¿Entendéis lo que hago por vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y con razón, porque lo soy. Así pues, si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavar los pies los unos a los otros» (Jn 13, 12-14).
Esto es importante recordarlo siempre en nuestras oraciones y en nuestra vida: «El ascenso hacia Dios tiene lugar en el descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que es la esencia de Dios y la verdadera fuerza purificadora, que permite al hombre percibir y ver a Dios» (Jesús de Nazaret, Milano 2007, p. 120).
La primacía le corresponde a Dios
El himno de la Carta a los Filipenses nos ofrece aquí dos claves importantes para nuestra oración. La primera es la invocación: Señor, dirigida a Jesucristo, sentado a la diestra del Padre: Él es el único Señor de nuestra vida, en medio de tantos dominadores que la quieren dirigir y orientar. Por ello, es necesario tener una escala de valores en los que la primacía le corresponde a Dios, para afirmar con San Pablo: «Todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (Fil 3, 8). El encuentro con el Resucitado le hizo comprender que Él es el único tesoro por el cual vale la pena sacrificar la propia existencia.
La segunda indicación es la postración: «Se doblará toda rodilla» en la tierra y en el cielo, que evoca una expresión del Profeta Isaías, que indica la adoración que todas las criaturas le deben a Dios (cf. 45, 23). La genuflexión ante el Santísimo Sacramento o el arrodillarse en la oración expresan precisamente la actitud de adoración ante Dios, también con el cuerpo. De ahí la importancia de cumplir este gesto no por costumbre, sino con profunda conciencia. Cuando nos arrodillamos ante el Señor, confesamos nuestra fe en Él, reconocemos que Él es el único Señor de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración, contemplemos al Crucificado, detengámonos en adoración ante la Eucaristía con mayor frecuencia, para que entre en nuestra vida el amor de Dios, que se abajó con humildad para elevarnos hacia Él. Al comienzo de la catequesis nos preguntábamos cómo san Pablo podía alegrarse ante el riesgo inminente de su martirio y de su derramamiento de sangre. Esto sólo es posible porque el Apóstol nunca alejó su mirada de Cristo, hasta asemejarse a Él en su muerte, «a fin de llegar, si es posible, a la resurrección de entre los muertos» (Fil 3, 11). Al igual que san Francisco ante el crucifijo, digamos también nosotros: Altísimo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón. Dame una fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, juicio y discernimiento para cumplir tu verdadera y santa voluntad. Amén