¿A dónde me llevas?, por José Luis Restán - Alfa y Omega

La celebración del DOMUND de este 2020 ha coincidido providencialmente con la liberación del misionero italiano Pier Luigi Maccalli, de la Sociedad de Misiones Africanas, tras dos años de secuestro por un grupo yihadista que le arrancó de su misión en Bomoanga, al norte de Níger.

Reconozco que me ha conmovido la narración que él mismo ha hecho de su cautiverio, en algunos momentos sin poder reprimir las lágrimas. Fue «una larga e interminable espera», en la que a veces asomó la desesperanza: «Pero qué es esto Señor, dónde estás, a dónde me llevas». Muchas veces nos pasa eso mismo con las circunstancias de nuestra vida. Para afrontar esta durísima circunstancia el padre Maccalli disponía tan solo del tesoro de la fe recibida y fecundada en su familia, en su comunidad cristiana de origen y en la congregación misionera a la que pertenece. Una fe que durante su secuestro se ha visto puesta a prueba sin anestesia. Los días interminables de calor y las frías noches del Sahel, a punta de metralleta, los ha vivido rememorando la Biblia y fragmentos de la liturgia, rezando el rosario que consiguió trenzar con cuerdas y un trozo de tela, y tomando conciencia de que todo un pueblo rezaba cada día por él.

El padre Maccalli pensó que le habían robado dos años de misión, pero ahora se da cuenta de que han sido dos años fructíferos, porque la misión no es, sobre todo, cosa nuestra, está siempre en las buenas manos de Dios. Reconoce que llegó a sentir a flor de piel el odio y el desprecio de sus captores, porque él representaba al enemigo que ellos quieren combatir: «Los misioneros somos a menudo blancos fáciles de la venganza en muchas partes del mundo… con nuestra vida, algunos incluso con el martirio, rompemos la espiral de violencia ofreciendo el perdón a todos, como yo lo ofrecí a los que me cuidaban y me mantenían encadenado».

Maccalli sabe ya todo lo que ha sucedido en la misión que con tanto amor y dedicación había contribuido a germinar: las escuelas cerradas, la diáspora de muchas familias, la inseguridad reinante. Todo eso no deja de pesarle en el corazón, pero ha aprendido que sólo es un pobre siervo («siervo bueno y fiel») que no tiene en su mano los tiempos ni los frutos de su tarea. Ahora piensa ya en volver a su amada África, cuando se haya repuesto de las secuelas físicas y sicológicas de su secuestro, y siempre que sus superiores lo consideren oportuno. Está convencido de que la oración es el hilo indispensable para tejer la red de la paz y la fraternidad. La oración y la comunión viva con la Iglesia que un día le envió a Níger… la misma que nos envía cada día a todos nosotros a nuestro lugar de misión.