Grover’s Corners es el retablo de la vida cotidiana de un pueblo estadounidense en 1901. Donde los niños juegan al béisbol, las mujeres cantan en el coro y aprovechan para reírse un rato de vuelta a casa, y los hombres cuidan de sus familias. Todos van y vienen, frenéticamente. Y ríen. Y discuten. Y van a comprar. Y tiran de la vaca que da leche. Y comen helado. Y desayunan juntos. Y gritan a sus hijos que es la hora de la cena. Y se enamoran. Es la historia de los Webb, de los Gibbs, de los Crowell, del pobre borracho Stimson.
Grover’s Corners es la vida cuatro años después. Cuando Emilia Webb y Jorge Gibbs se empiezan a mirar de forma diferente. Es el momento en el que se encuentran, y se enamoran. Y sus familias encajan. Y pasan de la niñez a la madurez con más miedo que vergüenza. Y es «la ley de vida», porque «todo el mundo se casa» y no se sabe si uno lo hace porque toca o porque ama. Y son los matrimonios que siguen amándose años después.
Grover’s Corners es la muerte. El final inesperado y prematuro. Y sobre todo, Grover’s Corners es el que mira con ojos nuevos cuando ya es demasiado tarde; es la disección del ser humano desde lo alto. Es el imperativo de pararse, y fijarse en lo que hay alrededor. Es, como dice mi amiga Bea, contemplar ese rosal por el que pasas cada mañana y en el que nunca antes te habías fijado. Y que resulta que es precioso, que da color y luz y fuerza. Todo esto y más es Grover’s Corners. Es Our town. Es nuestro pueblo.
Como supongo que han intuido, no se la pueden perder. Esta adaptación de Gabriel Olivares del clásico de Thornton Wilder –con el que el estadounidense ganó el Pulitzer de Drama en 1939– bien merece una tarde completa, y las cañas de después -¿verdad, querida Ana?–. Ya me lo decía el propio Olivares el viernes, después de una entrevista en el programa de La Mañana de COPE Comunidad de Madrid. «Esta obra me ha recordado por qué me dedico al teatro». Chapó, compañero. Conocerán el nombre de Olivares por exitazos como Burundanga o El nombre, y espero que a esta lista se una la obra que nos ocupa.
Podríamos llamarla “teatro experimental”, pero no es exactamente su definición. Es teatro real. Mucho mejor. Y una experiencia estética. Y una coreografía de 14 actorazos, con nombres desconocidos para la mayoría, y que sin embargo la dejan a una con el corazón encogido. Bravo a todos, Raúl Peña, Chupi Llorente, Alejandro Pantany, Mónica Vic, Ángel Perabá, David García Palencia, Efraín Rodríguez, Eduard Alejandre, Eva Higueras, Javier Martín, Gemma Solé, Elena de Frutos, Paco Mora y Roser Pujol.
Our town nació de un encontronazo de Olivares con el texto de Wilder en un pequeño teatro de Nueva York. Y es el resultado del trabajo de tres años con TeatroLab, un laboratorio teatral fundado por él mismo. Además, para esta pieza se ha utilizado una técnica de entrenamiento poco habitual en España: el método Suzuki, o de los puntos de vista, que da como resultado un montaje plástico y muy poético. Quizá, por poner un pero, los guiños metateatrales en ocasiones se me escapaban. O me sacaban, quizá. Pero chapó también a la propuesta en la que la comedia da paso al drama en un instante. Que te hace sentir en casa y ajeno a la vez.
No se olviden de ir a verla. Sabrán que lo que denominaba Zoé Valdés La nada cotidiana está inserta en nuestras vidas. Pero es en la pequeña experiencia de vivir donde está escondido lo más trascendente del ser humano. Y después de estas casi dos horas de obra, toca salir y rebuscar. Merece la pena encontrarlo.
★★★★☆
Teatro Fernán Gómez.
Centro Cultural de la Villa
Plaza de Colón, 4
Colón
OBRA FINALIZADA