Los días 9 y 10 de octubre de 2021 el Papa Francisco abría el Sínodo de la Sinodalidad con tres elementos que son ejes del mismo: comunión, participación y misión.
Iniciábamos así un camino juntos del que ya hemos recorrido el primer año, y conviene mirar atrás para poder tomar distancia y dejar que nuestro corazón resuene con las vivencias que han ido brotando a lo largo del mismo.
Hablaré de mi propia experiencia desde la participación que se me ha brindado en la Comisión de Espiritualidad, una de las cuatro que colaboran en la preparación y desarrollo del proceso sinodal.
Cuando miro atrás y me sitúo en los días citados de apertura oficial, no puedo dejar de recordar a dos personas que me dejaron un hondo mensaje, un buen comienzo; me ayudaron a preparar la mochila de mi ser de mujer para esa caminata, junto a otras muchas personas, muy diversas, llegadas a Roma desde los cinco continentes.
En orden de aparición, mi amiga y compañera Cristina Inogés Sanz, teóloga laica, quien en la meditación inicial nos situaba en una postura humilde: «Somos heridos caminantes llenos de esperanza, confianza y amor en el Dios que no nos abandona y ajusta su paso al nuestro, al ritmo de acogida y perdón». Y nos invitaba a pedir perdón porque reconocemos que tenemos muchas sombras —¡demasiadas!— en nuestra Iglesia.
El Papa Francisco también nos dejaba su mensaje: «Desde el Bautismo todos estamos llamados a participar en la vida y misión de la Iglesia», maravillosa invitación sin exclusiones.
He caminado este año entre luces —esperanza, entusiasmo, trabajo, entrega, amistad, oración, compartir sueños— y sombras: resistencias, oposición, indiferencia, ataques, omisiones… sin embargo, escuchando muchas horas, leyendo aportaciones, acompañando procesos, siento profundamente un aire nuevo, un modo revitalizador de ser y de sentirme Iglesia. Creo que el Espíritu va abriendo caminos a pesar nuestro.
Al pasado, gracias. Al presente, entrega. Al futuro, apertura confiada.