Objetivo: «Que Manuel no muriera en la calle»
No es fácil llevar a la práctica la obra de misericordia que pide enterrar a los muertos, pero estas personas han acompañado a muchos a las puertas de la muerte, y han preparado para ellos una sepultura digna, a la espera de la resurrección
A Armand Puig, consiliario de la comunidad de Sant’Egidio en Barcelona, no se le va de la memoria el rostro de Manuel: un mendigo con una barba muy poblada, que un día de Navidad decidió ponerse un gorro de Papá Noel, «porque quiero hacer felices a los niños», decía. Para Armand, «eso es Evangelio puro. Siempre pensaba en la felicidad de los demás, y se preocupaba por la salud de otras personas que vivían en la calle como él, era el referente de muchos» en su misma situación.
Manuel vivió así durante muchos años, con problemas graves de salud y de alcoholismo, «pero con un sentido de la amistad y una ternura muy grandes». Llegó un día en que su cuerpo no resistió más y cayó enfermo. No se podía tener en pie, pero la comunidad estuvo a su lado para acompañarlo. «Él se dio cuenta de que estaba ya mal –recuerda Armand–, pero fue muy bonito ver cómo se fue transformando y dulcificándose, al ver que perdía facultades y por la amistad que se derramaba hacia él. Se hizo más niño, y hacia el final de su vida se hizo más dulce. Nosotros teníamos el objetivo de que no muriera en la calle y le hicimos pasar de un centro sanitario a otro. Le visitábamos con frecuencia y él vio que tenía amigos que estaban luchando por él, para que no se sintiera solo».
Durante aquellos días «le hablamos de Dios y de Jesús. Normalmente los vagabundos son creyentes, porque necesitan saberse amparados y protegidos por Dios. Su relación es mucho más pura. Él acogía este anuncio, y nosotros ya sabíamos que lo necesitaba. Cuando rezábamos él musitaba y rezaba también. Dormir en la calle y tener miedo de que te peguen durante la noche te hace rezar y buscar a Dios; en el fondo es un ejercicio espiritual. Cuando no tienes a nadie buscas a Dios». Al final, Manuel murió en el hospital, con 49 años, «plácidamente, atendido y con nuestra compañía».
Como Manuel era pobre de solemnidad, «fuimos al ayuntamiento para que actuara de oficio. Así le pusieron en un nicho». Y como él solía pedir limosna en la iglesia de San Juan, en Tarragona, era conocido por los fieles de allí. Organizaron un funeral con recordatorio, como con cualquier otra persona. «Sus amigos vagabundos también estuvieron allí, y las señoras que le daban limosna. Fue muy bonito. Estábamos todos juntos celebrando lo mismo».