Nuestro querido Benedicto XVI - Alfa y Omega

Con motivo de su cumpleaños y con ocasión de comenzar el octavo año de su pontificado, hemos visto y leído numerosos comentarios sobre nuestro querido Santo Padre Benedicto XVI, la mayoría llenos de respeto y afecto.

Lo que más me ha sorprendido es que algunos periodistas vaticanistas, interrogados por la agencia de noticias Zenit, han comentado lo que ellos denominan el cambio de imagen del Papa.

Quizás el cambio se ha producido más en la mirada de ellos, que al fin han visto al verdadero hombre de Dios, al que antes consideraban, contagiados por los medios hostiles, como el gran inquisidor, en plan peyorativo.

Durante mi etapa de corresponsal en Roma, pude ver muchas veces al cardenal Joseph Ratzinger recorrer la plaza de San Pedro al dirigirse a su despacho. En invierno, llevando boina en la cabeza y siempre con la cartera de documentos en la mano. Hablaba tímida y afablemente a quien le detenía en su camino para saludarle. A veces, eran chiquillos que jugaban en la plaza.

Sacerdote, obispo, cardenal y Vicario de Cristo, a quien amamos y escuchamos, el Papa Ratzinger conserva esa personalidad humilde de gran sabio, ese gesto tímido, atento, sencillo, de verdadero intelectual.

Mantiene una palabra docta, clara, directa, amable, tanto cuando nos entrega sus encíclicas sobre la caridad, la verdad, la esperanza; como cuando nos enseña a orar, en las catequesis de las Audiencias de los recientes miércoles; o cuando habla a los jóvenes en las Jornadas Mundiales de la Juventud; o cuando alienta a luchar contra las irregularidades financieras y monetarias; o cuando nos hace conocer y poder contemplar mejor a Jesús de Nazaret en los dos libros que sobre Cristo ha escrito como profesor y gran teólogo.

Por cierto, que un cartujo amigo me comentó que Benedicto XVI es una figura igual a la de los grandes doctores de la Iglesia. Estoy de acuerdo, le respondí.

Acaba de decir, a raíz de su cumpleaños: «Soy viejo, pero puedo cumplir con mi deber». Y no le tiembla la mano ni ante la pederastia, ni ante la heterodoxia, ni ante otras cuestiones difíciles.

Su deber es guiar a la Iglesia, en estos tiempos revueltos, al centro de su misión de anunciar a Cristo redentor de los hombres y animarles a creer en Cristo resucitado. Y, junto a ello, a ejercer «la caridad y la justicia, no como acciones sociales, sino como acciones espirituales realizadas a la luz del Espíritu Santo».