No creo que demasiadas personas puedan considerar nuestra época un tiempo de plenitud, de seguridad en el mañana y de sereno disfrute de un mundo amable, donde las expectativas creadas por el trabajo, la fraterna convivencia y el cumplimiento de las legítimas aspiraciones del hombre consigan realizarse. Las sangrantes paradojas de nuestro siglo superan en mucho a las que ya esbozó el trágico siglo XX en su dramática trayectoria. Con las fibras de las omnipresentes redes sociales se ha tejido una nueva forma de soledad, más completa por ser mucho más embustera. Con los avances de las habilidades tecnológicas, ha ido prendiendo en la conciencia humana una suerte de incertidumbre más destructiva que nunca, porque ya ni siquiera es capaz de plantearse las preguntas trascendentales que inspiró el pensamiento occidental durante milenios. Si este tiempo devastador hubiera dejado resquicio para la libre expresión de la angustia del hombre ante el páramo de su existencia, se alzaría la voz de millones de seres desvalidos gritándole al vacío del mundo: «¿Dónde está mi espíritu, dónde se encuentra mi alma, dónde yace la plenitud de mi vida de criatura consciente, anhelante de la verdad, esperanzada y fraterna, protegida por la promesa de la redención y la eternidad?». Si se atrevieran a mirarse al espejo, si se atrevieran a mirar al fondo de esos ojos que contemplan a diario, si se miraran sinceramente los unos a los otros, los hombres golpearían el aire y la tierra con esa serie de preguntas que, en realidad, es una sola: «¿Dónde se encuentra nuestra fe, la que nos mantuvo vivos como seres humildes, responsables y libres?».
Pues parece que nuestra fe se esconde, acomplejada y reducida a las tareas eclesiásticas, a los oficios dominicales, a los actos simbólicos. Como si se tratara de una mera resonancia de un tiempo que ya no es este en que vivimos. Incluso allí donde la fe se vive en la tensión ejemplar de la atención a los desposeídos, parece que lo importante es el acto de solidaridad y no la caridad virtuosa que distingue al cristianismo de cualquier forma de abnegado apoyo a los más desfavorecidos hijos de Dios. Las palabras de la Iglesia parecen entrar por la puerta trasera de nuestra España presuntamente católica, caminar de puntillas en el escenario de la crisis social y cultural más aniquiladora que se ha conocido en el último siglo, y quedarse en el rincón más triste de esta penumbra donde todos buscan orientarse. Cuando lo que se le está robando al hombre es la posibilidad de ser feliz, los cristianos no podemos callar, como si la nuestra fuera una opinión más al nivel de cualquier ideología.
Los cristianos no jugamos en un campo neutral. Lo hacemos en una sociedad donde el laicismo se ha convertido en una religión secularizada. Vivimos en una época a la que desembocan las aguas de una furiosa experiencia de lucha contra lo que durante siglos pudimos ser y representar para la totalidad de Occidente y, por tanto, para el diseño de un gran proyecto de emancipación universal. Es ya hora de pedir cuentas a los gestores de esta destrucción del espíritu. Porque nuestra obligación es defender al hombre inocente, devolverle su fe y permitirle que mantenga su esperanza de redención y de felicidad en esta tierra. Nuestra tarea es combatir, en el campo de las ideas, para mostrar qué se ha hecho de las promesas de liberación y de plenitud personal, de justicia y de realización existencial. Porque la crítica al catolicismo se basó en estas materias, precisamente. Se justificó con una imagen del progreso que pretendía derrocar para siempre la esclavitud y la alienación. Se atrevió a encaramarse en la sombría certificación de la muerte de Dios y en la gratuita blasfemia de considerar que la Iglesia solo era ruina y residuo de una idolatría extenuada.
Rendirse a la fe
A nosotros, solo a nosotros, nos corresponde algo más que la defensa de una institución. Nos es exigible la lucha por la verdad revelada. Y se nos demanda el combate por todas aquellas respuestas que el cristianismo ofrece a los problemas del mundo. Sobre todas ellas, se encuentra el significado último de nuestra existencia. Hemos de estar seguros de la fuerza de nuestra fe, de su superioridad vigorosa frente a un modo de existencia que ha condenado al hombre a la terrible orfandad en que se encuentra. Hemos de decirle a cada hombre que la fe se adquiere sin esfuerzo, sin resistirse a ella. La fe se logra dejándose llevar por el anhelo de nuestro espíritu. Se consigue si nos entregamos sin resistencia, incondicionalmente, a esa verdad que palpita en nuestro interior, que tira de nosotros con los hilos invisibles de la misericordia de Dios. Esa fe cálida tiene que vencer la ruina moral y a la desdicha infinita en que ha caído el hombre en este tiempo de frustración existencial. Porque no es solo el contacto aislado con un Dios al que entregamos nuestra oración. Es una fe que nos hace parte de una comunidad ya en esta tierra, nos proporciona vínculos exigentes de moralidad, nos obliga a ser justos y a exigir justicia, nos empeña en la tarea de sentirnos responsables de la felicidad de nuestros hermanos. Es la fe que nos hace libres, auténticos. Es la libertad que nos exige buscar la verdad y no conformarnos con sucedáneos.