Nostalgia - Alfa y Omega

Durante los últimos años hemos tenido la oportunidad de ver nuevas versiones de algunas de las películas más conocidas del siglo pasado, como Mary Poppins o Mujercitas. Este tipo de creaciones explotan un afecto humano no carente de encanto: la nostalgia. Viene a ser como la ilusión, pero al revés. Mientras que la ilusión nos hace paladear el futuro como un momento prometedor en que se cumplirán maravillosos deseos, la nostalgia consiste en deleitarse en el pasado. El nostálgico se ejercita en el recuerdo. Las experiencias pretéritas regresan a la memoria revestidas por un halo de blandura y candor. Al ser rememorado, lo vivido se torna mucho más excitante o confortable de como pasó por nuestra vida. Aquel paseo por el monte, en que todo transcurrió sin ningún acontecimiento digno de reseña, se vuelve una maravilla deliciosa cuya irrepetibilidad hace de él una alhaja única e inalcanzable. Aquella sosegada tarde en la que tampoco sucedió nada, en compañía de personas definitivamente perdidas para nosotros, se nos antoja ahora un inaccesible paraíso. Horas que en su momento discurrieron incluso tediosamente son, una vez sepultadas en el pasado, un insólito prodigio de insospechado valor.

Es el formidable poder del recuerdo. Existe una analogía con otro fenómeno: la mirada del artista transfigura en obra maestra lo cotidiano e intrascendente: un grupo de personas charlando, una calle desierta, un paisaje vulgar… e incluso lo feo, cuando es convertido en tema de un poema, de una fotografía, de un lienzo, alcanza el estatus de algo sugestivo, acaso conmovedor. El embrujo de la representación ha elevado lo insignificante dotándolo de una nobleza hasta entonces desapercibida. Cuando volvemos la mirada atrás ensayamos a contemplar nuestra propia vida con mirada de artistas. La recordamos como plasmada en una novela, en una serie televisiva quizá. Acertamos a acariciar con los dedos el atractivo de unos momentos cuya valía en pocas ocasiones reconocimos.

Ahora bien, si la nostalgia tiene algo de retrospectiva ilusión, su propia naturaleza manifiesta lo mucho que dista de ella. Mientras que esta anima a vivir el presente en una dulce expectativa del porvenir, el nostálgico no puede pasar por alto que el motivo de su fruición ha quedado aislado irremediablemente en el pasado. Nadie añora lo que tiene a su lado. No cabe sentir nostalgia sin constatar el transcurso del tiempo, la inevitable pérdida de personas, lugares, situaciones, incluso perfumes, músicas, viandas… en un tiempo que no ha de tornar. De tal modo, si la ilusión nos reconforta con alentadora alegría, la nostalgia lleva siempre aparejada cierta dosis de melancolía. Por tales razones, mientras que la ilusión es emoción infantil, la nostalgia es sentimiento de personas mayores. El niño comienza a envejecer en cuanto principia a echar cosas de menos. Por supuesto, la nostalgia no es índice incontrovertible de morboso envejecimiento, puesto que renunciar enteramente a ella significaría olvidar el bien extinto. Pero los recuerdos son un valioso caudal que nos depara el trascurso del tiempo.

Con todo, la nostalgia puede tornar desabrida nuestra vida. Quien se entrega indiscretamente a un estado de ánimo nostálgico puede acabar percibiendo que todos sus bienes están sumidos en el pasado y no existe nada bueno para él en el presente ni se espera mejorar en el futuro. Puede andar desdeñando el hoy, mientras ignora que el ayer se nos presenta ahora maravilloso, pese a haber sido, en tantas ocasiones, mortecino y prosaico. ¿No estaremos desatendiendo numerosos instantes sublimes de manera
inadvertida, como también hicimos otrora? Si súbitamente desaparecieran, ¿no echaríamos en falta a quienes hoy nos rodean, cuya existencia es tan frágil como la de los difuntos a quienes nunca más trataremos en esta tierra?

La nostalgia es, pues, un afecto hermosísimo, capaz de hacernos más cuerdos. Debería movernos a una admiración mayor por lo que nos rodea; representa un aviso constante de su carácter transitorio y una exigencia de cooperar con nuestras obras al fomento de los bienes de que disfrutamos. Asimismo, nos debería conducir a una sana insatisfacción, pues constituye un recordatorio del ansia de infinito que anida en nuestro espíritu, despertada por la belleza que experimentamos fugazmente, pese a que semejantes destellos no sean capaces de saciarla.