Cuenta que lo más duro de la travesía desde Camerún hasta Marruecos fue cruzar el desierto. Iba con un grupo de chicos. No sabe cuántos. Se perdieron. No tenían comida. Solo una botella pequeña de agua para cada uno. Bebían del tapón para no desperdiciar ni una gota. Caminaban hasta que anochecía. Se tumbaban en la arena. Cuando salía el sol, retomaban la marcha. Un día comenzó a sentirse mal. No podía avanzar. Paró a uno de sus amigos:
—Cuando me muera, llama a mi madre y díselo. Tengo su número escrito en un papel que llevo en el bolsillo del pantalón.
—¡No vas a morirte! ¡Tú saldrás de aquí! ¡Cruzaremos el desierto y llegaremos a Europa!
—Lo siento, no puedo seguir.
—Los dos lo conseguiremos.
Ya habían perdido a algunos compañeros por el camino: mordeduras de serpiente, inanición, sed, cansancio extremo. Él podía ser el siguiente.
Ante la insistencia de su amigo sacó de su mochila el único objeto que tenía junto con la botella: una Biblia. Empezó a leer algunos versículos. Los repetía mientras andaba. Hablaban de confianza en Dios, de su amor infinito por cada uno de sus hijos, de que Él nunca nos deja solos. Los repetía en voz alta mientras caminaba. Sus pasos se hicieron fuertes. Alcanzó su meta. Está trabajando y habla castellano con fluidez.
El aula donde ha aprendido castellano está ocupada por otros chicos que persiguen integrarse en el país. Vidas de distintos colores marcadas por el dolor, el afán de superación y la esperanza en un presente distinto. Un futuro prometedor.
El 20 de junio celebramos el Día Mundial del Refugiado. La muerte de George Floyd ha destapado las actitudes discriminatorias, racistas, humillantes, que viven algunas personas en todo el mundo. Hemos olvidado que el otro es también mi hermano. Una persona como yo. Pero no está todo perdido. Me lo recordó un chico de Ghana. Hace unos días, una compañera llegó unos minutos tarde a un taller que tenía que impartir.
—Siento el retraso.
—Nos alegramos de que hayas venido. Lo importante es que estés aquí.