No hay educación sin adoctrinamiento - Alfa y Omega

El otro día me topé, supongo que por desgracia, con un tuit de Íñigo Errejón: «¡Maldita TV3 adoctrinando!». Lo que compartía, tan irónico él, no era un vídeo de TV3, sino del colegio Stella Maris. En él, un sacerdote disertaba ante los alumnos sobre la patria, que remite a los padres y al Padre, y sobre la obligación de lealtad y gratitud que se nos impone a todos los que hemos nacido en una. Ser español, concluía, nos obliga a ser agradecidos con nuestros ancestros y cuidadosos con nuestros descendientes, a quienes hemos de legarles una realidad embellecida, mejor incluso que la que nosotros hemos recibido.

Me encanta el discurso del sacerdote, pero prefiero no detenerme en él, sino en algo menos evidente. El tuit de Íñigo Errejón es significativo porque participa de una idea extendida: la del adoctrinamiento como un mal que debe evitarse. Se lo concibe como una práctica inequívocamente perniciosa para el joven, como una imposición que cercena su libertad y le impide, en consecuencia, aprender por sí mismo. «¡Hemos de acabar con el adoctrinamiento en las aulas!», dicen los tertulianos de una cadena y de otra, los políticos de un partido y del de enfrente. Subyace la idea de una educación neutral, objetiva, aséptica; una educación que no tenga más objeto que los saberes técnicos, aquellos en los que abundan lo cierto y lo discutible.

Entiendo el punto de vista, naturalmente, pero no puedo compartirlo. Hay algo que me dice que la alternativa al adoctrinamiento no es la enseñanza, sino tan solo la anarquía. Adoctrinar no es malo, sino sencillamente inevitable. Lo dice Chesterton en Lo que está mal en el mundo: «Es curioso que la gente hable de separar el dogma de la educación. El dogma es en realidad lo único que no puede separarse de la educación. Es la educación. Un profesor que no es dogmático es un maestro que no enseña». Cuando un padre le pide a su hijo que sea generoso, cuando un maestro le exige al alumno que no hable con la boca llena, cuando el primogénito le muestra al hermano pequeño la importancia de la lealtad y la bajeza de una traición, cuando hacen todo esto, solo están entregándose a la inveterada e ineludible tarea del adoctrinamiento.

Reparamos ahora en que adoctrinar es bueno si se hace bien y malo, ¡intolerable!, si se hace mal. No se trata de evitar el adoctrinamiento en general, sino de evitar el adoctrinamiento en la mentira. Adoctrinar es un hecho neutro, inimputable en sí mismo, desconcertantemente similar al de silbar o al de arrojar una piedra: puede ser una feliz y gratuita muestra de humanidad en caso de que la arrojemos a un lago y una demostración de vileza en caso de que se la arrojemos a un semejante. Su naturaleza dependerá de su contenido. Yo, que lamentaría que educasen a mis hijos en los principios del veganismo y de la abstinencia, celebraría en cambio que los educasen en los de la liberalidad y el gozo. Convendría que dedicáramos menos esfuerzos a denunciar adoctrinamientos que a preguntarnos si nuestra doctrina es verdadera. Convendría, en nombre del sentido común y de la sensatez y de la cordura, que nos preocupásemos menos por la autonomía de los niños que por su buena educación.

Suele decirse que el adoctrinamiento es malo porque reduce la libertad. Yo replicaría que es justo al contrario. Allá donde hay adoctrinamiento, florece también la libertad. Solo el hombre al que se le ha inculcado una doctrina concreta tiene la suprema libertad de rechazarla en nombre de lo verdadero. Solo el hombre al que se le ha inculcado una doctrina verdadera tiene la suprema libertad de encarnarla en una vida buena. Lamentar que haya personas que adoctrinen es tan estúpido como lamentar que haya personas que piensen o que haya bóvidos que rumien. El hombre está condenado al dogma. Es, por decirlo de alguna manera, un ser naturalmente dogmático. Incluso el escéptico que niega la validez de todos los dogmas es un dogmático irredento. Incluso el hombre que maldice todo adoctrinamiento es, ejem, un perfecto adoctrinador.