Chesterton: un católico en una sala de baile - Alfa y Omega

Chesterton: un católico en una sala de baile

El escritor no se adhirió al catolicismo en ninguna iglesia, sino la tarde del 30 de julio en una habitación del hotel Railway, con el techo de chapa y paredes de madera, utilizada para bailar

Antonio R. Rubio Plo
El escritor inglés en una fotografía de 1910. Foto: ABC.

Nada mejor que un domingo para ser admitido en la Iglesia católica. Esto es lo que le sucedió a Gilbert Keith Chesterton el 30 de julio de 1922 en Beaconsfield, una pequeña localidad a unos 40 kilómetros de Londres. El escritor vivía allí desde 1909, y en aquel 1922 había estrenado una nueva residencia, conocida con el nombre de Top Meadow. Fe católica, casa y libro. Tales fueron las novedades en la vida de Chesterton hace exactamente un siglo, pues, pasado el verano, se publicó su biografía de san Francisco de Asís, cuya sed de Dios no se apagó con la lectura del libro de la naturaleza y supo identificarse con un Dios hecho hombre por amor a los hombres.

El escritor no se adhirió al catolicismo en ninguna iglesia, sino en la habitación de un hotel con el techo de chapa ondulada y paredes de madera, utilizada habitualmente como sala de baile. En Beaconsfield no hubo ninguna iglesia católica hasta la construcción en 1926 de la parroquia de Santa Teresa, en honor de la santa de Lisieux, canonizada en dicho año. Mientras tanto, la propietaria irlandesa del hotel Railway, donde se produjo el hecho memorable en la vida de Chesterton, permitía, por ser de esa religión, que los católicos utilizaran la sala para sus ceremonias.

El hotel no era un edificio enorme, aunque destacaba por la majestuosidad de sus chimeneas. Con el tiempo cambió su denominación por la de The Earl of Beaconsfield, una referencia al título nobiliario del primer ministro Disraeli. El hotel ya no existe y ha sido sustituido por un supermercado. Me gusta imaginar el ingenio que hubiera empleado Chesterton de todo esto para alguno de sus artículos, a él que no le gustaba nada el énfasis que ponen algunos en la parte ascética de la religión, hasta el punto de ensombrecer toda alegría. Una creencia que ve la frivolidad en todas partes no puede ser otra cosa que una herejía. En su ensayo Herejes (1905), nuestro autor había salido al paso de los que identificaban el baile con la frivolidad, como Joseph McCabe, que había pasado del catolicismo a una no tan extraña combinación de racionalismo y espiritualismo.

A Chesterton no debió de desagradarle hacerse católico en una sala de baile, pues en Herejes escribió que bailar no es algo frívolo, sino serio: «El baile es un grave, casto y decente método de expresar una cierta clase de emociones». Probablemente tampoco hubiera lamentado que haya un supermercado un siglo después, porque el escritor detestaba el puritanismo asociado al vegetarianismo y consideraba toda abstinencia forzada, del estilo de la ley seca norteamericana, como un mal social.

Chesterton, eterno maestro de la paradoja, señaló que muchos argumentos anticatólicos, que a otros habrían convencido, contribuyeron a que creciera su interés por el catolicismo desde su juventud. Citemos uno de ellos, tomado del Daily News, donde se criticaba el formulismo de las ceremonias católicas: un obispo francés había dicho a unos obreros y soldados que no dejaran de asistir a la Misa dominical, aunque estuvieran cansados y distraídos, pues Dios se consideraría satisfecho con su presencia. En cambio Chesterton opinaba que, si alguien hubiera hecho un largo camino para contentarle a él, se lo agradecería muchísimo, incluso aunque se durmiera en su presencia.

De joven se había dejado llevar por la moda del espiritismo, pero el catolicismo le devolvió el sentido de la realidad, y con él la valoración de la vida cotidiana al margen de las utopías políticas y sociales: «El catolicismo es la única sociedad que tiene en cuenta las cosas cotidianas. Todas las demás las dejan de lado y las desprecian». Entre otros motivos, Chesterton abrazó al catolicismo tras haber llegado, desde hacía mucho tiempo, a la conclusión de que en Inglaterra «la Iglesia católica había sido sacrificada por una superstición bíblica, y la Biblia por una superstición darwinista». Se convenció de que la ortodoxia católica no había envejecido, tal y como aseguraban sus adversarios. Como, además, tenía profundo conocimiento de la historia, subrayó que el puritanismo en Inglaterra, triunfante en el siglo XVII, se había transformado rápidamente en paganismo «y quizás, en última instancia, en fariseísmo».

En consecuencia, Chesterton, sin dejarse llevar por ningún tipo de sentimentalismo, consideró que la actitud más racional, y más coherente, era la de convertirse al catolicismo, tras llevar casi 20 años siendo católico de corazón. Pero no quería ser meramente católico. Aspiraba a mucho más: a hacerse católico. Solo le faltaba la formalidad de una ceremonia, como la que tuvo lugar en el hotel Railway la tarde del 30 de julio de 1922. Su amigo, el sacerdote irlandés John O’Connor, que le inspiró el personaje del padre Brown, escuchó la confesión general de Chesterton y le admitió en la Iglesia católica.